Valiéndose de un amplio lenguaje poético, Aleqs Garrigóz asume el papel de vocero lúgubre y rinde descripción de aquellas bestias imaginadas como condenadas, representantes de suciedad y pecado, alimañas desagradables que hacen de su existencia un martirio para otros animales y para la humanidad, pues con su sola presencia acarrean enfermedad, muerte y maleficio.
En este bestiario, encontramos en orden alfabético a esas criaturas que la tradición y la costumbre han calificado como seres malévolos, estandartes de la abyección, la mala suerte, la inmundicia y la perversidad.
Aleqs Garrigóz, empleando una formidable prosa de sencilla comprensión, se encarga de enunciar ―e incluso de prevenir― sobre los daños que las bestias enlistadas provocarán a cualquier incauto que llegue a tropezar en sus caminos, siempre mostrando un fino equilibrio entre atributos zoológicos y una exquisita expresión poética.
Algunos de estos animales son: el gato negro, la mosca, el cuervo y la rata. Sin embargo, es el que aparece último en el índice el que merece y acapara mayor atención: el hombre. Ya desde inicios de la lectura, es inevitable no hallar en los demás animales rasgos propios del ser humano y que dan cuenta de su propia maldad. Así, en la prosa de “El buitre” se dice: “tan familiarizado está con el hombre que, si uno quisiera ahuyentarlo haciéndole muecas, abre el ancho abanico de sus alas, como ofreciendo un abrazo a quien es su semejante”.
El animal más maldito
Dios es tan maligno como su hijo, pues creó el Mal y lo dio deliberadamente a aquél a quien concibió a su imagen y semejanza. Es por eso que el hombre, la máxima creación divina, es el animal maldito por antonomasia.
Lo que hace temible al hombre es su inteligencia, su capacidad de razonar y destinar sus malas intenciones con alevosía, por el simple placer de regocijarse en el sufrimiento y dolor ajenos. Es el maleficio encarnado, pues en su empresa de artilugios y traiciones aprovecha para excusarse sus propias culpas, atribuyendo el concepto de lo dañino y lo ruin a seres carentes de conciencia (aunque no del todo inocentes). Y se encargó, siglo a siglo, de cimentar la superstición y embaucar a los de su misma especie, convenciéndolos de que sus actos perniciosos y sanguinarios podían ser proyectados a aquellos que actúan por instinto salvaje, a los impíos de la creación, a los animales del mal.