Los bomberos de Alfredo Padilla

* Cuento incluído en el libro Monólogos de un niño inconforme (Abismos, 2017)

 

Here they go one more time

Watch them walking down the

streets. They don’t know,

What are they supposed to do

with their lives?

What are they supposed to do?

They don’t know

 

Warriors, Dangerous Rhythm

 

Los bomberos son personas muy tristes, nunca sonríen, nunca duermen, jamás son abrazados por los suyos, más que por el ardor. Viajan aferrados de los camiones, como grandes abejas sobre un panal sin miel. Un panal púrpura, rodante, escandaloso, diseñado para la lucha contra el fuego. Los bomberos no pueden llorar, para no desperdiciar agua. El camión cisterna de los bomberos está lleno de lágrimas, de lágrimas por los incendios que no pudieron apagar.

Nadie sabe qué es lo que hacen los bomberos cuando no van montados en las unidades de rescate, si leen poesía en las noches o si reciben correspondencia por las mañanas, cartas de niños incinerados. Tal vez sea por eso que no duermen, quizá sea esa la razón de sus pesadillas. Nadie sabe si tienen primos, hermanos o padres protectores, si tienen un par de brazos guardianes que los cubran del fuego, si admiran sus cicatrices todos los días frente al espejo bajo un débil foco ambarino por el temor a las velas, si algún día se quitan su disfraz, su casco, sus botas, si tienen un hogar o viven inmóviles sobre los camiones de escala giratoria.

El sonido de la sirena es algo que no pueden olvidar los bomberos, es como el sonido de la campana en los perros pavlovianos, sólo que los bomberos no salivan al escuchar las sirenas de emergencia, los bomberos activan sus sentidos, activan sus espejismos como androides programados para socorrer al escuchar el repiqueteo, cinco toques de sirena obligan a la movilización de todo el personal, cinco toques representan una catástrofe, entonces lo bomberos bajan por tubos metálicos quilométricos que los conducen al camión bomba en una odisea de velocidad y adrenalina. Los bomberos nunca olvidan esa tonada, la de la sirena de emergencia, es un fantasma, un espectro sonoro, un espíritu de calor. Ni siquiera cuando se jubilan, cuando ya son viejos, dejan de escuchar esas ánimas, continúan al acecho de aquellos fantasmas chirriadores. Comienza todo con un murmullo, hasta que se acrecienta, es la sirena, con uno, dos, tres, cuatro o cinco repiqueteos, dependiendo del siniestro, y su sonido es como un portal para los monstruos, un portal que se abre bajo las camas de los bomberos, y florecen entonces los quemados, pidiendo asistencia y olvido, pidiendo redención.

Algunos niños quisieran ser bomberos cuando sean adultos, les han incrustado un chip en la mente, en las incubadoras cuando eran pequeños, el semiconductor del oficio. Pero sólo los más sensibles son programados para ser bomberos, para portar el traje de aproximación al incendio, el casco, la chaqueta, los guantes, las botas y el equipo de respiración autónoma. Los niños más básicos están programados para ser maestros, oficinistas o empleados de un McDonalds.

No sé si los niños como yo podamos ser bomberos, lo ignoro, pero me gustaría, tenemos la melancolía precisa, tenemos el valor, el insomnio, la sensibilidad. Tenemos todos esos ruidos dentro de nuestra cabeza y tenemos las lágrimas, las lágrimas espesas, de sal, proteínas, agua y aceite. Lágrimas para arrojar a través de las larguísimas mangueras negras, impulsos de nuestro dolor.

      Papá dice que llevamos el fuego adentro, ¿tú lo llevas? Llevamos la flama, llevamos la savia, llevamos el fuego, está en nuestro interior, siempre ha estado ahí. Pero yo creo que un bombero que lleva por dentro un incendio jamás podrá ser un buen bombero, jamás podrá sofocar las deflagraciones ajenas, porque lo quemaría todo a su paso.

Quién sabe, a lo mejor es por eso que se ven tan tristes los bomberos, porque se han escaldado con el fuego alguna vez, y ahora lo llevan dentro, en el pecho, justo en el corazón, ardiendo como un dolor infinito. Un escozor, una llaga, una llama inagotable. Por eso son tristes, los bomberos, por eso sollozan, por eso no pueden palparnos, para no lacerarnos la piel, para no incinerarlo todo, los bomberos. Quedarán siempre las alarmas en sus oídos, los antiguos camiones escarlatas, los American, los LaFrance, les quedarán las mangueras, les quedarán sus lágrimas para extinguirse a sí mismos.

 

 

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Alfredo Padilla (San Luis Potosí, 1983). Estudió Comunicación en la Universidad Mesoamericana. Narrador. Autor de los libros Una pastilla más para que pase el dolor (Ponciano Arriaga, 2015) relatos incendiarios y rabiosos, acercamientos a la música, aseveraciones psiquiátricas e historias de alcantarilla, Monólogos de un niño inconforme (Abismos, 2017) el punk explicado a los niños, Guadalajara Caníbal (Paraíso Perdido, 2018) crónicas, periodismo de inmersión y contraturismo en la perla tapatía y Cadáver (Lázaro Ediciones, 2018) caos, obsesiones y fijaciones al abismo.

            Es colaborador de las revistas Letras Explícitas, Yaconic, Nexos, Playboy, Vice, Penúltima (España), Sabotage Magazine, Golfa, Marvin, Clarimonda, México Kafkiano, SOMA, Erizo, Revés, Siempre!, Desiertos Intactos y Diario Norte de Ciudad Juárez, así como de los fanzines Punkroutine y El vacío. En el 2014 obtuvo el Premio Manuel José Othón de Narrativa. Ha sido incluído en las Antologías Cuentos Fugitivos (Centro de las Artes San Luis Potosí / Coordinación de Literatura, 2009), Taller de Creación Literaria Vol. III (CONACULTA / Centro de las Artes San Luis Potosí, 2010), Cuentos Potosinos (Ponciano Arriaga, 2010), Lados B. Narrativa de alto riesgo (Nitro/Press / Ponciano Arriaga, 2015) y 17 Voces que dicen presente (Instituto Zacatecano de Cultura, 2015). Escribe una columna quincenal para el sello editorial Suburbano de Miami, FL, titulada Underground.

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