Bajo el sol más acuciante, entre el cemento quiebra pies, corren por el sendero dorado dos niñitos descalzos. Uno de 4 años, el otro de 6. Sus piecitos líquidos se embarran con cada paso. Son dos cuerpos nacidos de un trapo sucio y remendado, que se deshacen entre las vías para perpetuar la miseria de un útero y la tragedia de toda una clase social.
Son números. Números cuyas cifras se desaparecen cada sexenio. Sin censo exacto. Lastimeros. No son ni el principio, ni el final, pero sí la marca: el clavo que se iza entre sus ojos: cuatro cuencos hondos donde aún en el vacío se respira el cielo. Es la inocencia de los niños, el gran tesoro que les permite mirar sin ojos. Y correr, y sonreír, y jugar, y ser felices. Por un rato.
Mientras nadie ve, la mancha se extiende hasta ensuciarnos el rostro. Los ojos adultos llenos de la misma porquería, son lo contrario a los de los niñitos: ya no saben mirar: la ciudad los ha deshidratado tanto que ya no saben llorar: ni pena, ni lucha.
Pero ambos niñitos corren. Y gritan. Y ríen con una boquita semi-desdentada. Y muerden el pan y las papitas que las ratas no quisieron devorar. Moronitas que trazan el destino que las políticas sociales tendieron para ellos y que resisten. El mismo que persiguen todos esos dulces niños que corren iluminados por la luz del sol, cruzando calles, cruzando días. Encontrándose con otros números borrosos, que también corren como tratando de escapar o de encontrar su propio lugar.
Los piecitos descalzos se acostumbran a cualquier terreno. Entonces ya no duele la astilla. Ya no duele el cristal. Ya no duelen las piedras. Los piecitos se aligeran hasta flotar. Y después de aferrarse a un instinto de supervivencia natural, los niñitos corren. Corren. Corren atravesando la ventana que da a lo noche. Corren hacia el cielo buscando una nueva luz con la cual mirar. La misma luz de la luna que alumbra a quienes buscan la verdad, quienes encuentran entre los números nombres, género, nación, raíz, culpables, y no sólo dos veladoras más.