Los perros ciegos por Román Villalobos

 

Mi pesadilla blande una condena que repite: un día ya no podrás soñar. Despierto cansado y solo y tengo que irme al trabajo. Me duele el cráneo como si hubiera tenido un accidente. Me duelen los ojos.

El sol nunca se detiene. Si pudiera permanecer en un punto fijo para siempre todo sería más amable. Seríamos capaces de ordenar la vida alrededor de un sol siempre estático en el cielo y no movedizo y circular. La camioneta no llega todavía. Esperaremos.

Mi colega fuma y luego no fuma y más tarde lo hace de nuevo. Deja rastros de sí sobre la tierra y yo no. Yo solamente mis huellas que se borran y no pequeños filtros cilíndricos de plástico. Sonríe mucho y correspondo. Hablamos pero no tanto. Temo que en cualquier momento pueda pronunciar una sentencia irrevocable, como la de mi sueño.

—A ti te toca hoy estar con los perros ciegos —y me entregan una tarjeta cuadriculada. El jefe me conduce a través del pasillo. Veo las flores, los basureros de aluminio, plantas de sombra en las esquinas. Detrás de nosotros camina un hombre con una hielera.

Todavía cuando parpadeo me duelen profundamente los ojos. Veo el lienzo de arena y las gradas de cemento, alrededor los árboles. Han de liberar a los perros ciegos, correrán bajo el sol y haré anotaciones en la pequeña tarjeta. Un triángulo por cada mordida, un cuadrado por cada uno de los gestos dóciles.

Tomo mi lugar en las gradas. El jefe está hablando de productividad. Está hablando de cosas que deberían importarme. A final de cuentas esto es parte de lo que hago para ayudar al mundo. Como un grano de arena entre todos los demás granos.

Lo veo de pie y contrasta con el graderío, habla ahora acerca del sistema de monitoreo (los cuadrados y los triángulos) y cuando mira hacia el cielo pienso siempre en las cosas que él puede ver y que me han sido negadas. Las cosas que yo vería si estuviera en sus lugares en la vida.

Muevo los miembros como una rama apenas tocada por la corriente de aire más paciente. Mi jefe y el hombre de la hielera hablan como en clave y sonríen, de las palabras que se dicen me llegan dos o tres que había escuchado antes. Para cada palabra hay una primera vez pero esto nunca se registra. El hombre se acomoda los lentes para el sol.

Tres perros ciegos entran corriendo a la arena. Vienen de un pasillo inexplicablemente largo. El hombre saca varias jeringas de la hielera y se dirige al centro del círculo. Los perros ciegos con su pelaje ralo, sus dimensiones de jóvenes caballos y su bufar constante.

Otra vez la frase que me aborda: un día ya no podrás soñar. Y yo estoy consciente de ello. El hombre se acerca a las caderas de cada perro ciego y los inyecta. Luego se aleja. Me quedo solo en el graderío (no he visto en qué momento se fue mi jefe) mientras los perros se olisquean y gruñen. Jamás tocando con sus pieles la barrera que nos separa, los perros ciegos intuyen las distancias.

Transcurrida la primera media hora (otra vez el sol andando en el cielo con su parsimonia y la conciencia de su ciclo) llega la primera mordida. Un perro clava sus fauces en el muslo de otro. Hilillos de sangre muy oscura sobre la pierna del perro que es la víctima. Ahora más detalles de luz pero también de sombra en los colmillos del perro victimario.

El primer triángulo sobre la hoja. Permanece el cansancio y la soledad de cuando abrí los ojos. Sé que pueden pasar así las horas, dos, tres o cinco o seis hasta que mi jefe aparezca y me pregunte si todo va bien. Para entonces la herida habrá sanado.

Yo le diré que sí, de alguna manera los perros entenderán que ha terminado la jornada (perros ciegos intuyendo las distancias, el tiempo, la idea de los ciclos) y andarán de nuevo el pasillo largo hasta el siguiente día.

También yo caminaré por mi pasillo correspondiente. Seré incapaz de conocer el posicionamiento del sol. Aún así me encontraré con las colillas de mi colega, con sus rastros visibles en el espacio, y tendré una especie de parámetro.

Ahora el aullido. Dos perros ciegos muerden al tercero, uno muy cerca del cuello y otro en una pata. Ahora otro aullido, ahora un aullido más. ¿Qué está pasando?, se pregunta seguramente la víctima mientras yo, incapaz de adaptarme a la rotación de la tierra, me pregunto más o menos lo mismo.

Al despertar, todos los días, y al volver a la cama por las noches, ¿qué está pasando? Y el sueño desenfunda su respuesta, pronta y sin alternativas y sin aparentes vías de escape: que un día ya no verás el sueño.

Pero por lo pronto sólo el perro víctima vocifera y se lamenta y no podemos comunicarnos, ni siquiera mirándonos a los ojos. El sol intenta colocarse en la copa de un árbol como si fuera una espora, y aunque es de fuego, el árbol no se incendia. La magia de la distancia entre un cuerpo y los otros.

Me acerco al lienzo, a unos centímetros de distancia del muro que me separa de los perros. El suelo parece de una alberca abandonada. Desde el pasillo escucho a una mujer que ríe. El tipo de voz que más bien me diría: no hay ni un sueño del que puedas despertarte.

Quizás el único sueño ahora sea ver a los victimarios curando las heridas de la víctima, como conscientes del juego del que formamos parte. Anoto un cuadrado. Mi jefe aparece en el umbral del pasillo y ciñe por la cintura a una mujer de rostro familiar. Él me pregunta si todo va bien.

Ella ladea un poco la cabeza, yo respondo que sí, y la mujer sonríe. Es fantástico esto, dice mi jefe. Habremos de progresar, dice antes de irse. Pero el sol, según como lo veo ahora, nos va llevando en círculos. Lo único que progresa es mi idea de abrir los ojos tan grandes como para no dejar de ver. Como para no poner sobre mi diálogo la idea de tener que despertar.

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Román Villalobos (Lagos de Moreno, 1991). Egresado de la Licenciatura en Humanidades por la Universidad de Guadalajara. He colaborado en varias revistas literarias de circulación nacional como La CigarraHimenBonsáiMoria y Letrina. Fui incluido en la antología Un canto me demanda: memoria de poesía laguense en 2011. Actualmente conduzco "La Pesca", una selección de música alternativa que se transmite por Radio UdeG en Lagos de Moreno. También coordino el taller de cuento del Centro Universitario de los Lagos, UdeG. 

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