¿Quién recuerda la primera vez que fue a un circo, un teatro o un evento donde conoció la ilusión?
¿Quién recuerda la última vez que vio a un mago hacer su acto y le creyó?
Los magos, esos seres lo suficientemente hábiles para engañarnos, aclaro, con buena intención.
Personas capaces de crear pequeños momentos, tan sorprendentes que nos hacen adquirir cierta fantasía, que nos llevan a perder de vista la realidad; nos absorben, nos atrapan, nos crean la necesidad de querer más, nos infunden una falsa idea de bienestar, lo peor es que lo aceptamos, juegan tan bien con nuestra mente que damos por cierto lo que vemos, lo que nos dan.
Al salir a la calle comunicaremos a otros esa fascinación, ese momento espectacular que vivimos, algunos nos creerán, otros nos advertirán que nada es real, que son trucos bien estructurados para infundir esa admiración, que a veces raya en la devoción.
Y así es, vamos por la vida admirando a esa persona que nos dio alegría, felicidad, que colocó sonrisa en nuestros rostros y brillo en los ojos.
Hasta que llega un tercero (o ellos mismos) a revelarnos los secretos detrás de su éxito y se nos cae el ídolo del pedestal, se rompe la ilusión y nada vuelve a ser igual, nos tornamos desconfiados, nos cuesta volver a aceptar cuando alguien nuevo viene con otros movimientos a intentarnos asombrar, conquistar…
¿Ya se dieron cuenta que aplica también en el amor?