Me atrevería a decir que el amor adolescente es el más violento de todos. Y la fatalidad mayor es que se vive a cualquier edad. Max vivía este amor frenético y convulso por ella, -llevaba diez días sin verla- los mismos que llevaba sin dormir de peso. En sus ojos se habían instalado a vivir el color de los ojos de ella, su saliva, su pelo negro y sus pecas naranja. Cuando se miraba al espejo no veía su rostro sino el de ella. A mitad de la noche despertaba imaginando tocar su cuerpo con tanta verdad que veía el sudor correr por sus puños y hasta escuchaba los gritos y lamentos de ella, preso del pánico se levantaba al baño para bajar su fiebre con agua fría. ¡Ah, ella! ¡Ella! Tenía el cuerpo de un ancho campo donde poder cabalgar, un campo que solo él quería labrar, una tierra llena de luz, su rostro guardaba la tragedia, sus ojos eran los de una yegua herida que mira con la cabeza encaramada, sus movimientos eran hipnóticos, sus oídos llenos de sueños… y Max solo aspiraba a cumplir una fantasía: ella, estar juntos… un día, diez, cien, no le importaba.
Max servía una copa a uno de esos clientes asiduos al bar cuando ella entró. Sus miradas coincidieron por encima del tumulto del local. En silencio, él decidió que ese día le hablaría. Después de ese encuentro habría un antes y un después.