Metamorfosis por Gabriela Cano

Lo más cerca que he me sentido de ser un animal es en el agua. Es como si, con poco oxígeno, mi cuerpo se convirtiera en otro y me diera la posibilidad de desarrollar repentinamente escamas o aletas o una textura de arrecife. Cuando era niña y veía la Sirenita lo que más gustaba era la parte en que se transformaba en humana. Aunque sufría bastante, esa cosa de que su cola de pez fuese un par de piernas de la nada me fascinaba. Quizá porque en los libros de biología que veía en la escuela y en los de medicina que veía en mi casa cada una de los miembros humanos se mostraba frágil y complejo a la vez. Imaginar neurotransmisores, neuronas e intestinos descargando impulsos eléctricos a través de la materia que es uno produce un malestar agradable. Si no notáramos de qué estamos hechos o cómo ¿podríamos dejar de sentirnos un una víscera palpitante? Cuando uno está expuesto al océano o a la piscina, dicha sensación es más tangible. Una vez, me caí a una pileta hondísima para la infancia. Esa porción de ahogo fue suficiente para comprender que lejos del temor los estados líquidos nos adoptan con tranquilidad. Lo que más recuerdo es cuando deje de mover las manos por el mareo y la falta de aire. No era tanto el dolor sino más bien una necesidad  de convertir mi respirar en algo que no era. Un ente bronquial. Como si fuese a volverme un anfibio o, si uno lo piensa un poco retorcidamente, una sirena. Ese recuerdo, me llega ahora cada vez que la hora de natación se aproxima. En los balnearios, debajo de las regaderas, nunca sabremos si nuestras manos arrugadas son el principio de una metamorfosis

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