No sabría por dónde empezar, aunque un buen comienzo es evidenciar las distintas transformaciones o, mejor dicho, el uso de las redes sociales, tal es el caso de Twitter, como plataformas para denunciar o divulgar algún proyecto político. Tal es el caso de #MeToo, cuyo fin es denunciar la agresión, el hostigamiento, el acoso e incluso la violación contra mujeres, aunque ha habido también denunciantes masculinos. Su origen suele conectarse con las acusaciones contra el productor estadounidense Harvey Weinsten, aunque su origen se rastrea en 2006: Tarana Burke empleó la frase para promover el empoderamiento entre mujeres negras que fueron víctimas de abuso sexual. Después, actrices, como Alyssa Milano, la emplearon con los mismos fines, aunque ya extendido a mujeres e incluso varones de otras condiciones sociales. Por supuesto, la directriz de esta implosión apunta a la discusión del abuso sexual en distintos ámbitos, desde el entretenimiento hasta lo científico.
La oleada de denuncias ha provocado un efecto, voces opuestas que critican este movimiento y le han etiquetado como una caza de brujas, quienes denuncian que las redes sociales se han vuelto jueces y verdugos en circunstancias o quejas que no tienen detrás suyo ningún juicio previo, dejando así un espacio de incertidumbre en el cual no se niega la existencia de estas acciones sino se presta a la emisión de acusaciones falsas. En efecto, existen cauces, procesos e instituciones legales que las víctimas podrían usar; sin embargo, una observación hechas por las mujeres sí tiene una certeza: no son escuchadas por múltiples razones (desde la misma impunidad, cruzando la opacidad del sistema judicial hasta la revictimización). Entonces, el movimiento #MeToo se vuelve complejo, aunque su origen haya sido generoso o noble.
El Código Penal Federal indica las sanciones a quienes hostiguen o asedien reiteradamente a una persona, valiéndose de su posición jerárquica; en caso de ser servidores públicos, se le destituye del cargo y se le podrá inhabilitar para ocupar cualquier cargo público por un año. Asimismo, sólo será punible el hostigamiento sexual si causa perjuicio o daño y no es un delito de oficio: sólo se procederá a petición del ofendido. El mismo Código también señala las distintas sanciones aplicables al abuso sexual y violencia.
Era cuestión de tiempo que #MeToo apuntara a las comunidades artísticas y académicas mexicanas; este fin de semana, usuarios compartieron historias sobre acoso, abuso y violencia sexuales. En efecto, me resultaron sorpresivas, más cuando varios nombres de presuntos implicados me eran conocidos, al menos por haber leído alguno de sus trabajos, haber asistido a alguna de sus actividades o tenido alguna conversación esporádica —claro, no estoy señalando que sean de mi círculo cercano o amistoso, sino los propios recorridos me han llevado, en ciertos momentos, a coincidir con ellos. Aunque me siento inseguro al llamarles presuntos culpables, quizás sea por el desconocimiento de terminologías jurídicas, es posible establecer unos cuantos parámetros. Primero, pocas veces se denuncian, pues muchos de los victimarios son o tienen espacios o posiciones relevantes en las comunidades. Las figuras de autoridad o las posiciones no son el problema, sino quienes lo detentan. Es decir, la posición o la figura crea o le hace creer al sujeto que tiene una cierta potencia y le permite establecer relaciones de poder, en las cuales hay un dispositivo de dominio: la figura no es la culpable, sino quien lo detenta. Las líneas anteriores no son para censurar o satanizarlos, más bien señalar que el sujeto emplea su posición para dominar a otro, lo cual en principio es éticamente inadecuado. Lo anterior, por supuesto, no es algo desconocido.
Segundo, hay un ejercicio de dominio en el cual el dominado (en un sentido más amplio e inclusivo) tiene poca o nula presencia como figura política. De tal modo, está desprovisto de protección y, en el peor de los casos, seguridad y presencia. El dominador es reconocido por ser o representar un dispositivo de poder, lo cual le proporciona, como ya se ha mencionado, una cierta seguridad. ¿Se ha deducido a dónde va el análisis?: tanto la figura de poder (entendida en su sentido abstracto y general) como la persona (quien detenta o no esa figura o un espacio de poder) son colectivos de signos que se agencian o se rompen.
Finalmente, no puedo dejar de cuestionarme si hay o no acusaciones ciertas. Vamos, no estoy dudando la existencia del abuso, el hostigamiento y la violencia contra mujeres y hombres, sino me cuestiono si todas las acusaciones son ciertas, pues su propia existencia me hace cuestionarlo. En otras palabras, una acusación, al menos desde el sentido común y lo legal, debe estar bien sustentado mediante argumentos o pruebas que evidencien. El efecto de acusar sin pruebas es tan grande como hacerlo con fundamentos, que tiene múltiples implicaciones. Por ejemplo, puedo injuriar contra alguien mediante una acusación falsa y el problema radica en la propia mentira, aunque es bien sabido que la mentira tiene patas cortas. Lo cual me hace cuestionar: ¿por qué denunciar ahora si hay procesos e instituciones específicas?, ¿cuál es el valor de la etiqueta #MeToo y sus implicaciones en los años presentes?, ¿hay intereses de por medio en hablar ahora y no en su momento? Tal vez alguno de mis lectores, me dirá que se denuncia hasta el momento porque la víctima sintió mayor protección, que en su momento no. Circunstancia que no es rebatible, pues se sabe que las propias instancias se prestan para revictimizar al denunciante, asumiendo posturas que se aleja cada vez más de un interés para solucionar el caso. Cuento el siguiente caso: mediante una amiga en común, una poeta en ciernes fue engañada por un profesor de cierta licenciatura en mi ciudad natal para mantener relaciones sexuales —el caso se resumiría así: el profesor enamora a la chica en cuestión, tiene sexo con ella y la abandona (agradezco que la chica no haya quedado embarazada, si no sería una circunstancia más dura). La persona que me contó este caso le pregunté, notablemente molesto, si habría colocado alguna denuncia penal y me dijo que la poeta se sentía insegura e incluso culpable —aunque ese sentimiento podría estar relacionado con un sentir más profundo: humillación. Con el tiempo, el profesor desapareció de su vida y ahora la poeta continúa con lo suyo.
Este caso me permite resaltar que no se denuncia por distintas circunstancias y quizás la más importante es que no hay una empatía o un ambiente higiénico, en el cual la víctima se siente segura y en confianza. Es entendible el silencio —la víctima carga con el daño, sus múltiples emociones y sus miedos—, aunque no debería ser así. Con lo anterior, no apunto al compadecerme de los demás sino a un real sentimiento de empatía: hay mucho dolor. En efecto, el caso de la joven poeta no es el único y, lejos de encontrar cierta justicia poética —al menos con el asunto—, es en efecto desagradable y molesto. En los próximas entradas, me enfocaré a este asunto, no tratándolo con el morbo, la ironía ni el desorden, sino desde una visión crítica y siempre guardando una neutralidad, aunque el discurso tiende a no serlo.