Fue en los meses cercanos a mi decimosexto cumpleaños que primero noté las miradas: eran sutiles y penetrantes, a menudo perecederas, pero fáciles de re-cordar y aún más fáciles de temer. De cierta manera, estaban repletas de vacío; contenían una vastedad de tinieblas que se fijaba en mi rostro sin consuelo; eran ventanales hacia el horizonte de la nada. Esas miradas, que al comienzo se disfrazaban de curiosidad, no eran las mismas que me daban la bienvenida, no eran las que cuestionaban mis elecciones, no eran las que con amor pregonaban su desasosiego; tenían una esencia espeluznante, casi hipnótica. Las miradas de los niños me quitaban el sueño, me desnudaban de alivio. Para mí era un portento, una hecatombe, el espiar por la calle un par de trenzas encintadas o escuchar un dramático y ensimismado llanto, pues ya sabía que vendría un fugaz encuentro con un par de orbes ingenuas que no me dejarían en paz hasta perderme de vista.
¿Qué sería de mí? Mis experiencias previas con la honestidad (mis padres habiendo sido corregidores estrictos) sólo me habían traído irrisión, impidiendo un desahogo prematuro; además, el malestar no apresuraba mi locura irremedia-blemente, así que carecía de visibles razones para sancionar mi desprecio por los niños. No sé por qué fueron ellos dados el poder de mortificarme; una mirada adulta me causa desazón, pero una infantil penetra toda mi maldad, obligándome a enfrentar la crudeza de mis defectos. Fue terriblemente difícil, pero durante varios años seguí con mi vida alegre en la ignorancia del desinterés, esquivando toda mirada pueril para evitar pesadillas y pensando no ser el único adolescente de tortuosas costumbres que prefería la compañia de los adultos. Luego de terminar la secundaria, me mudé a estudiar artes plásticas bajo la esperanza de llegar a entender o interpretar mis miedos.
Encontré una nueva libertad y hallé partes de mí mismo que antes había ignorado, tanto por vergüenza como por despiste, y aunque gocé de una época enfocada en el Yo, el acontecimiento más fulminante dependió de una mujer: Heliodora. Una noche de noviembre, al estar leyendo sobre la vida y obra de Bouguereau en la biblioteca, noté una sombra esbelta arrastrarse por debajo de los estantes. Moví pocos músculos en anticipación para luego encontrarme con una muchacha que se asustó al verme. A pesar de encontrarse a contraluz, me ocupaba en seguir las curvas de su rostro y las ondas de su pelo; en unos instantes alargados por la magia de la noche y el encanto de los mamotretos, el doloroso ardor de un sentimiento lanceó mi corazón. Al ella mirarme entendí que a veces sí es posible encontrar solaz en la fuente del terror: sus ojos eran apaciguantes, sinceros, como nada que había visto jamás.
Estuve varias semanas siguiéndola, deseando que se fijara en mí. Aprendí de memoria sus horarios y concebí varios encuentros coincidentales para llegar a conocerla mejor. Para mi disgusto, no tardé en averiguar que andaba liada con otro. Aún así, decidí proseguir con mi capricho, y nuestra relación germinó de allí en adelante. Comenzó a modelar para mis cuadros, en cada sesión bajando un poco más el tirante del brasier, a petición mía; luego de un año éramos muy buenos amigos. Me contaba como el otro bruto se equivocaba, hasta que un día llegó llorando a mi apartamento, gimiendo «¡lo arrestaron, lo arrestaron!» (ahora que rumio su situación, puedo asegurar que Heliodora tomó bastantes elecciones cuestionables).
Sabiendo que soy escoria, no me sorprende que tomé la oportunidad y ataqué en su período inestable. La tarde en que le declaré mi amor al fin entendió los pormenores de mis gestos y las motivaciones de mis costumbres. Bajo el menguante amarillo del atardecer y las melancólicas plantas de su balcón, le conté que sentía el semblante de un futuro cuando estaba a su lado, que mi más profunda corazonada me hablaba de su gentileza y simplicidad; ella, un poco confundida, reciprocó hesitante. Aunque en ese momento excusé la deslucida respuesta gracias al regocijo de su aceptación, hoy me quito el velo del delirio y confieso que ella nunca me amó. Era imposible para ella ignorar la inerme voluntad que gobernaba la mezquindad de mi alma con un látigo de miedo.
Tal vez el hábito nos ayudó a encontrar cierta comodidad que era más fácil alargar que sustituir; eso siempre será un misterio, y ya no tiene importancia. Noté que me era infiel un par de meses después de haber comenzado nuestra relación. Pero, al igual que ella, me esforzé por fingir que la poseía; al igual que ella, cincelaba su derroche de pasión con mentiras; al igual que ella, preferí estar atrapado con alguien que estar solo. Yo me creía dichoso por plasmar su cuerpo en óleos y ella se deleitaba en mi excéntrica bohemia; pero siempre fuimos más calumnia que esfuerzo. En ningún momento le revelé mi pérfido terror de las mi-radas pueriles, y tampoco mi exagerada obsesión por saber dónde se encontraba a todo momento. Mantuve una lista de sus amantes, con encuentros fechados; no fueron supremamente frecuentes, pero no hubo traición desapercibida. Igual-mente, no la quería dejar; parecía llevar anteojeras que me cegaban de toda solución.
Llevábamos más de seis años juntos cuando me enteré que estaba embarazada. Corriendo habíamos ido a una sala de urgencias debido a un repentino malestar que la maltrató en horas de la mañana. Después de haber explicado cómo se sentía, le administraron una prueba de embarazo. Yo decidí salir a tomar aire para recordar si alguna concordancia de adulterio estaba siendo empleada, pero concluí ser el único opcionado a la paternidad. Había logrado hasta ese día enmascarar mi risible pudibundez ante los niños; en ciertas ocasiones había hasta olvidado la realidad de mis temores, al estar a su lado y pensar en nada más que ella. La propuesta de tener a un pequeño demonio en mis brazos mirándome hasta volverme loco me quitó varios años de encima, devolviéndome a la inmadurez de mi adolescencia, y a los terrores nocturnos que sufría, saciados de miradas vacías e inquisitivas. Durante esa caminata matutina llené mi cabeza de los mismos horrores y angustias que creía haber superado. Esa semana entera no charlé con Heliodora sobre la supuesta buena noticia, estando muy ocupado encenagándome en mi propia miseria. Por supuesto que intenté ocultar la veracidad de mi ánimo, al igual que tantas veces atrás, para no instigar conversaciones sobre el futuro.
Paralelamente al derrumbe psicológico de mis fundamentos matrimoniales, comenzé una investigación de mi gran fobia con la fe de remediarla. Tras algunas batallas éticas con mi cobardía, decidí que tal vez un ínfimo descendiente valdría la pena, por lo menos porque a ella la haría feliz; pero para evitar cualquier posible indicio de negligencia, tenía que versarme en las tenebrosas ciencias de la per-turbación humana. Hubo varios días en los que guardé consuelo gracias a esta nueva pretensión. Lo que es indicativo de mi intrínseca humanidad es el hecho de no haber cuestionado mis miedos lo suficiente como para haberlos etiquetado en los primeros años de mi experiencia. Fue mi predicha paternidad lo que espoleó mi necesidad por saberlo. Mi dolencia, al parecer, es una rama de escopofobia ligada por alguna extraña trastada mental a los mirones escuincles. Me acuerdo de haber sentido un grandísimo alivio al enterarme que yo no era el único hombre de tales pensamientos, y que además el padecimiento no era novedad para nadie.
Una madrugada desperté sudoroso y caliente, con una ligera mancha de orina tibia en mis pantalones, producto de la aterradora pesadilla que tomé por premonición de un futuro inminente. Al cambiarme en secreto, entre la humillación y la oscuridad de mis adentros desconocida por Heliodora, elegí el camino de la redención. Juré por cumplir el vencimiento de mi horror antes del parto, haciendo todo lo posible por soportar las agudísimas miradas, llevando a cabo todo bajo la supervisión del silencio. El primer paso fue encontrar a los niños. No es tan fácil como suena. ¿A quién podía pedirle ayuda, si mis conocidos no tenían hijos y mi familia no vivía en la ciudad? Opté por frecuentar los parques en la tarde, llevándo conmigo pinturas y un lienzo de pequeñas proporciones. De vez en cuando los veía, cometiendo barbaridades y estallando en sollozos, pero mi método de inmer-sión no era suficiente para atraer su mirada. Intenté enfrentarlos en museos, res-taurantes y demás ámbitos públicos, pero siempre terminaba doblando la nuca en pavor, para evitar ser visto por esos malditos mocosos. Me doy vergüenza.
Un par de meses después, con la barriga de Heliodora ya rebosando, me rendí. Simplemente no tenía los medios con los cuales manipular las circuns-tancias y someterme a la terapia del masoquismo. Pasé varias noches llorando, odiando con todo mi ser a mi futuro retoño por haberme arruinado la vida. No logré convencerme de otra conclusión: llegaría el momento en que mi desprecio de-rrumbaría la trastada de vida que llevaba.
«Tendrás que decirle todo a Heliodora», pensaba, «y dentro de poco no volverla a ver con los mismos ojos.»
Sus nombres preferidos eran Octavio y Ximena. Ella no quería enterarse antes de que naciera, por supuesto; a mi me daba igual. Nacería y sería un demonio; íncubo o súcubo, no voltearía a mirarlo jamás. El embarazo estaba avanzado y había agotado mis reservas de recato y altruismo. Aunque vivía apri-sionado por mi propio deseo, compartiendo una cama con una mujer distante, que no era mía, quería evitar la maculación de mi insignificancia y quería permanecer encapsulado en mi fantasía. Mi mente andaba desesperada pensando en cómo evitar la llegada al mundo de esos ojos que me iban a mirar, y a mirar, y a mirar. No encontré otra solución que matarlo.
Naturalmente me hallé en tremenda encrucijada, entre la mujer de mi vida y el vasallo de mi perdición; un cordón umbilical me servía de truculenta burla. No podía seguir así, atiborrando el pensamiento de sangre, anhelando un acto de violencia que exterminara lo terrorífico. No recuerdo con claridad ni cronología las fluctuaciones de mi febril descenso; comenzé a drogarla para que durmiera en profundidad, y conversé con sus pestañas y sus lunares sobre mi autodestrucción. No tardé demasiado, consumido por mi vertiginosa obsesión asesina, en clavarle un cuchillo en su gorda y asquerosa panza. Su carne cedió como la marea, de-rramando borbotones de sangre sobre la cama, Heliodora agonizando en su cárcel onírica, mis manos temblorosas de haber tenido el valor de actuar. Su cuerpo sobre la cama me parecía una mentira, una maldita alucinación; carecía de mirada y tranquilidad, se burlaba de mí y me preguntaba por qué. La incisión y la sangre no dejaban de existir. Todo lo que toqué después quedó embadurnado con el rojo de mi remordimiento.
Intenté pintar la escena, crudamente, mientras llegaban los paramédicos. Me han dicho que el resultado de mis aberrantes designios durante esos minutos solemnes fue vendido a sumas extraordinarias; no sé que pensar de tal rumor. Lo cierto es que fui tanto víctima como verdugo de un hado insidioso: salvaron a la niña, quien sufrió una laceración menor en su pierna, y Heliodora murió. Terminé aquí no mucho después, encerrado de por vida en un centro de ayuda psicológica para criminales; lo que es un eufemismo para manicomio. Ellos creen que no lo sé, pero estoy enterado de muchas cosas. Mi aflicción no estorba el entendimiento de sutilezas; me ordena a ser regido por el temor.
Ximena quedó en manos de mis padres (no fue bautizada con tal nombre, pero me niego a conocerla de otra manera). La cría me ha traído de vuelta el pánico. La primera vez que la ví estaba acurrucada, dormida entre brazos y ce-rrada de ojos. Para mi desgracia, no tuvieron el corazón de ocultármela. Ese día les imploré que no la trajeran de vuelta, que había sido ella quien me despojó de la tranquilidad, que pronto aprendería a mirar, y que me miraría con la sabiduría de la venganza.
«Quiero recordarla así», dije, «no la traigan más.»
Mis peticiones fueron acatadas, pude seguir con mi vida entre las cuatro paredes, pensando en ella, en Heliodora, perdiéndome en el olvido, en el in-somnio, en la culpa. Mi verdadero castigo es la continuidad de mi introspección; o por lo menos lo era hasta hace poco.
Me han asegurado que no sabe la verdad, que ignora por completo el incidente y que le han hablado muy poco de mí. ¡Mentira! Tiene que sentirlo, en sus huesos, en su cicatriz, de toda forma lo sabe. Quiso venir de su libre albedrío a torturarme. Ha debido ser una morbosa averiguación, instigada por su soberbia infantil, lo que la ha convencido de venir a verme; o podrían ser, inclusive, los vestigios de su conciencia prenatal acechando nuestra distanciación. Al principio me resistí, pero de aquella lucha aprendí la futilidad de mi voz en este edificio; los encargados, esos zopencos con doctorados, insisten en que la relación puede contribuir a una mejora. Cuando escuché esas excusas me abandonó el poco sueño que me quedaba. Por una parte, me he evitado las pesadillas, pero la falta de descanso le da una vida incongruente a mi soledad, de tintes, profundidades y pretextos que sólo he visto en pinturas.
Mi único aliento entre desvaríos ha sido la pequeña Ximena. A pesar de saber que los latidos de su corazón alguna vez palpitaron en el mío; a pesar de apreciar sus delicadas manos, tan parecidas a las de su madre; su presencia alimenta la culpabilidad de mis pasadas acciones y el agobio intenso que sufro al ser visto. Sus visitas han incrementado en frecuencia; la semana pasada un enfermero de pocos modales y cruel humor me obligó a darle la cara a la niña. El imbécil debió pensar que remediaba mis groserías. Lo que presencié a través del cristal ha sido la culminación natural a mi vida, fue la revelación de todas mis acciones, fue una sagrada aterrorización, fue el significado del arte. Estuve un par de segundos bajo sus ojos, entre los dedos ásperos que separaban a mis párpados de unirse en cobardía, devolviéndole una mirada a la criatura que una vez quise asesinar. Antes, sólo con un vistazo premonitorio lograba alejarme de las miradas; en ese momento, fui víctima de una. La primera y última vez.
«¿Por qué no me quieres ver?», preguntaba la pequeña.
No sabía qué responderle. Tal vez el silencio haya sido un escape sabio. Ya había crecido bastante, con facciones que empezaban a denotar su parentesco, pero todavía con la suavidad intacta. He querido decirle tantas cosas; confesarle la disminución de mi resentimiento. Pero el evitar su mirada ocupa la totalidad de mi cordura. ¿Cómo atreverme a construir su autoestima sin poder mirarla? Si fallara su obsesión conmigo, con su padre, habría otra salida; me temo que ya no hay vuelta atrás. En mi interior ha crecido un espacio tibio concedido a ella, sitiado hipócritamente junto a mis horrores.
He dedicado estos últimos días a la creación de su retrato y a este texto; mis dos actos finales de autonomía artística. Quedaré a la merced de la oscuridad, pero al menos la tengo a ella; bajo el toldo de una mentira, pero la tengo. Además, el recuerdo de su rostro por siempre me afligirá con terror y alborozo. Me despido indiferente de todo color y forma, de todo momento, de mi miedo a ella; admitiendo el alivio que la pusilanimidad le ha traído a mi vida y dispuesto a ser valiente por primera vez. Condeno a mi estupidez por esta epifanía tardía, y por no haber hecho buen uso del cuchillo esos años atrás; al arrancarme los ojos podré al fin ser libre de darle un beso.
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Stefano Llinás es un escritor nacido en Barranquilla, Colombia, graduado del Savannah College of Art and Design (SCAD) y actualmente estudiante de Maestría en Literatura Comparada en la Universitat de Barcelona. Ha sido publicado en Acentos Review, Letralia, Margen Cero, Resonancias.org y Revista Sentidos, todas revistas literarias. Su prosa es, ante todo, un ejercicio en estética y una exploracion de la alteridad. Pueden encontrar todas sus ficciones en la pagina web: http://stefanollinas92.