Martín ya había dado tres vueltas a la cuadra donde se ubicaba el centro comercial. En cada ocasión se asomaba a sus puertas para ver si el número de personas había disminuido. Aumentó. El crepúsculo le indicó que se le estaba acabando el tiempo y tenía que darse prisa en conseguir el medicamento. Sostenía la receta con fuerza dentro de su bolsillo cada cinco minutos para asegurarse de que se encontraba ahí; aunque una vez dentro tendría que abandonar su ritual: llamar la atención así significaría ser tratado como a un delincuente y el último escenario que podría imaginar. Suspiró y dio paso decisivo a la entrada del centro comercial.
– Hay más medicamentos, pero ese es el más económico y el más accesible.
Él quedó estático en las puertas automáticas, el abrir y cerrar de estas le hizo recordar las palabras del doctor y aún veía su sonrisa burlona que fracasó en esconder. Metió la mano en su bolsillo para sacar la receta:
Citrato sildenáfilo. Tomar una tableta cada veinticuatro horas.
Martín no tenía conocimiento sobre medicamentos, pero sabía por sus amigos del bachillerato que estudiaban Laboratorio Clínico – mientras jugaban videojuegos –, que debería haber otros medicamentos baratos para la hipertensión arterial pulmonar además de ese. Le convencieron que el doctor sólo quería divertirse después de un agotador día de trabajo; actos muy comunes entre el personal médico para hacer más tolerable la convivencia diaria con la muerte.
Retrocedió un paso y se detuvo en seco: la compra del medicamento no podía esperar hasta el día siguiente. Su padre necesitaba las píldoras ese mismo día. Intentó moverse, pero sus piernas no querían obedecerle: la gente que entraba iba en aumento en comparación de la que salía; sin duda alguna dimensión desconocida resolvió su problema de sobrepoblación mandando a toda la gente sobrante al supermercado y él era el tapete de Bienvenida.
– El medicamento se llama Citrato sildenafilo… Viagra.
Entró.
Una brisa fría del aire acondicionado saludó a Martín, llenó sus pulmones y empezó a caminar. Al pasar cerca de la sección de los videojuegos, observó que su favorito estaba a mitad de precio y un suspiro divino le otorgó la claridad que necesitaba: el plan perfecto para pasar desapercibido en centros comerciales. De acuerdo con sus amigos – le juraron –, el plan les había funcionado a la hora de comprar preservativos: observar todo a su alrededor para fingir interés, ver con gesto pensativo las pantallas de plasma de cuarenta y dos pulgadas, manipular torpemente las computadoras portátiles en exhibición, pasear por el pasillo de licores para aparentar ser un menor de edad alcohólico y conocedor, ver varios juguetes para pretender ser un niño aún interesado en ellos, hojear revistas para disimular el gusto por la lectura, comer muestras gratis de queso con falsas promesas de comprarlo y cambiar de lugar bolsas de golosinas y frituras para dejar evidencia de que ahí estuvo. Terminado su engaño se dirigió al departamento de farmacia. Para su buena suerte, sólo había tres personas en la fila y ninguna otra persona a la vista. Se formó. En frente de él estaba una señora robusta, morena, canosa, vistiendo un mandil rosa y con un niño en brazos. El siguiente era un hombre joven, rubio, musculoso y vistiendo una chaqueta negra con pinchos de metal en los hombros. El primero en la fila era un anciano que apenas podía caminar.
– Citrato sildenafilo… Viagra.
Martín sintió que le faltaba el aire: ver al primero en la fila recordó la sonrisa del doctor y escuchó la carcajada que probablemente manifestó de los rincones oscuros de sus pulmones. Exhaló lentamente mientras se limpió el sudor de la frente.
Para tranquilizarse, optó por mantenerse aún más bajo perfil: tomó su distancia de la señora con el niño en brazos, quien lo miraba fijamente juzgando su presencia en esa fila, y agachó como pudo su cuerpo redondo. Intentó acomodar su cabello para que le cubriera el rostro como si fuera una máscara y a pesar de sólo cubrirle parcialmente los ojos, Martín sonrió triunfante ante la ejecución de un camuflaje improvisado.
El hombre anciano fue despachado y se retiró con la mayor tranquilidad posible que rompería la paciencia de cualquier individuo estoico. El joven rubio se acercó a la encargada y pidió lo que necesitaba; o era lo que esperaba Martín. Con frustración contempló que aquél era el novio de ella y su único propósito era el de pasar tiempo juntos. En ese momento el oxígeno alrededor de él dejó de existir por unos instantes, sintió comezón en la barbilla y se rascó con parsimonia creyendo que lo escucharían.
Mientras se rascaba, el niño no despegó la mirada de él: parecía que el niño había desarrollado, en ese momento, una especie de inmunidad en los ojos que le permitía incapacitar los párpados por largo tiempo. Los nervios de Martín se manifestaron en forma de temblores y ligeros espasmos que hicieron que el cuerpo de Martín se moviera de modo que parecía tener una urgencia de satisfacer una combinación de necesidades fisiológicas. Intentó hacerle mirar a otro lado haciendo gestos que él creía eran aterradores, pero sólo logró que el infante decidiera gastar toda su energía en mirarlo.
Martín ladeó su cuerpo y miró a la pareja: compartían gestos amorosos y risas socarronas que sólo ellos entendían. Lo que sea que estaban hablando no parecía tener un fin próximo al romántico encuentro. Su transpiración estaba haciéndose notoria en las axilas y una serie de escalofríos usaron su espina dorsal para deslizarse de arriba a abajo y viceversa. Para resolver el problema, pegó los brazos al cuerpo para esconder las marcas húmedas de la playera y tensó los músculos.
– ¡Hola, Martín!
Sintió un relámpago en todos los nervios de su cuerpo: el aire dejó de fluir en su sistema respiratorio, las articulaciones se cristalizaron y los ojos enfocaron a la nada. De todas las personas que podría estar preparado en caso de ser descubierto – o eso creía –, ella era quien en realidad nunca podría estarlo. Tensó aún más los hombros para intentar esconder su cabeza entre ellos, separó los pies para controlar los mareos y un sabor a queso siendo digerido provocaba las náuseas que prometían vómito. Dio medio vuelta y un gen instintivo lo obligó a hacer una media sonrisa.
Continuará…