A nadie le gusta la honestidad por Pollo Muñoz

Desde que era niño recuerdo ser aleccionado por no decir la verdad. Cuestiones absurdas como romper un adorno, rayar una pared, o no terminar la comida, se postraban ante mí con una carga abrumadora. Pese a que la realidad era evidente, había un impulso por cambiar la versión de lo que había sucedido…era casi como una respuesta instintiva de supervivencia.

Nuestra especie se distingue del resto de los animales por la capacidad racional que hemos desarrollado a lo largo de miles de años de evolución, en ese sentido, creo que al mentir estamos utilizando una sofisticada herramienta de adaptación a nuestro entorno; con tal de evitar un castigo o la irremediable tensión del conflicto, hemos llegado, incluso, a mentir por hábito.

Existen dos tipos de mentiras: las colectivizadas, que son aquellas que se hacen llamar costumbres y que nos conducen a hacer uso de las segundas, que son las mentiras individuales: la simulación de nuestra verdadera esencia hacía el exterior. Coexistimos, por ejemplo, con la mentira de que con un grado académico estaremos cerca de alcanzar la plenitud, que al casarnos y tener hijos disfrutaremos de estabilidad emocional, que la infidelidad no sucede en nuestro entorno familiar, etc. El problema radica en que, como estas premisas son una ficción intersubjetivizada y socialmente aceptada, desarrollamos farsas propias a fin de no desencajar del engaño social.

A nadie nos gusta que nos digan que la ropa que usamos se nos ve mal, que el corte de cabello no nos favorece, que hemos tomado una mala decisión al volver con nuestra ex pareja, o que el político al que apoyamos es corrupto como todos los demás.  Aceptamos la verdad sólo bajo una noción de jerarquía: nuestro jefe puede decirnos que nuestro trabajo está mal hecho porque tiene un nivel superior, pero sí lo hace un compañero ubicado en el mismo rango, entonces es un envidioso o una persona que nos quiere perjudicar. Vivimos programados para recibir halagos y estamos obligados a ser complacientes con quienes nos rodean y, en caso de no hacerlo, el conflicto emerge y eso nos provoca ansiedad o frustración.

He decidido escribir esta columna porque mi tolerancia a la falsedad ha llegado a niveles en los que me es difícil convivir con quienes me rodean. Sé perfectamente que es imposible agradarle a todo el mundo, pero me parece aberrante la idea de ser políticamente correcto con tal de “llevar la fiesta en paz”. Hay ocasiones en las que la crítica es correcta, la tensión es inevitable y el conflicto es la única vía para lograr una síntesis de las posiciones contrarias.

¿Por qué querer darle gusto a los demás a costa de nuestras convicciones? ¿para qué queremos vivir recibiendo reconocimiento de personas que a nuestras espaldas murmuran y nos van a criticar de igual forma? Quizá la solución a todos nuestros problemas está en dejar de pretender, en no vivir ante la absurda pretensión de que nuestra vida tiene un propósito, y en aceptar que el mundo va a seguir girando hagamos lo que hagamos y aun cuando hayamos muerto. Nuestra única y verdadera misión en la vida (sí es que eso existe) es aceptarnos y estar tranquilos con nosotros mismos, trascender en un nivel personal o social buscando que nuestras acciones generen un cambio positivo, y si eso no nos interesa, haríamos suficiente con no afectar a terceros, respetarlos y no estorbarles.

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