Todas las pinches mesas están ocupadas en este café del aeropuerto. Un piloto se sentó a mi lado, invadiendo mi espacio, qué jodidez, encima pidiendo lo mismo que yo. El café no me cayó nada bien, al menos no como yo lo esperaba a las siete de la mañana y el panque me supo a tierra, como si hubiese sido cocinado por mi ex mujer para joderme la mañana.
Estaba yo esperando su vuelo, el NF-154 que viene de Nueva York a la Ciudad de México. Llevo ya dos semanas sin ella y la ansiedad por tomar sus manos y besarla están jugando sucio en mi consiencia y en mis, hasta ahora, buenas intenciones de respetar su libertad. Los aviones pasan frente a mí, uno tras otro aterrizando o despegando cargados de gente con miedo. Deben tener miedo, lo sé. A nadie le gusta andar por ahí en el cielo sin la certeza de tocar piso, al menos completo. Aún me sigo sorprendiendo con el tamaño de estas maquinas con alas. Me siento como un niño y aprovechando mi estado juego con la ilución óptica haciedo como que manejo los carritos de carga como si fueran de juguete. Desde aquí todos parecen hormigas obreras tranajando para la gran reina, ¡Oh, salve la reina Boeing 787!. Imagino ahora cuántos pesares, ilusiones, amores, sueños, despechos o valemadrismos llevan esas maquinas voladoras. Este cabrón, sentado a mi lado muy orgulloso con su uniforme de piloto que bebe el peor café del mundo y se traga un panque con sabor a tierra tendrá la conciencia de lo que lleva, de su carga. ¿Cuánto más tardará en llegar ella?.
Veo que acercan ya un avión gigante, blanco con detalles en azul. Mi corazón se agíta como aquella primera vez que la besé. Bueno, me beso. Estabamos sentados afuera del bar culturoso de Ciudad Boring hablando de no sé qué cuando se acercó y me besó, lo tengo muy claro porque me lo ha recordado cada que puede durante los últimos meses. ¿Será ese su vuelo?. No, no es; ese dice 253.
Estaba pensando en conseguir una rosa para recibirla o robarme una flor de por ahí, un detalle como ese nunca debe ser mal recibido, o, tal vez un pequeño peluche, algo que me haga ver un tipo normal que espera a una chica normal. Camino acá llegué a la librería pensando en alguna de las autoras de las que es fan pero no me arriesgué a comprar algo que ya tenga, además, con eso de que sólo lee en inglés no vaya a salir peor mi regalo. Aquí no sé qué puedo comprar, además el bolsillo ya no ayuda; el café espantoso y el panque de tierra me dejaron con poco efectivo.
Ahora me pregunto si el piloto invasor de espacios, copión de mierda de menús vomitivos, o la aeromoza de azul marino con la media medio rota que está frente a mi o el gringo puto que duerme como un bebé en el piso sucio se habrán percatado de mi ansiedad por ver ese avión llegar. Yo no lo haría de estar frente a mí, estaría más concentrado en esperar a alguien, quizá eso mismo esté pasando en una realidad alterna donde los dos estamos esperando a la misma mujer pero en tiempos distintos. Mierda. Cada tres minutos observo mi relój, el de mi movil, el del café y el de las siete pantallas que me rodean. No contengo mis pies que bailano o se chocan uno con el otro haciendo un ruido molesto hasta para mí. ¿Por qué tarda tanto ese avión en aparecer? ¿Dónde está el NF-154?
Ahí está otra aeronave siendo carreteada pero tampoco es. Me voy a acercar un poco. Al final, tengo abrazos contenidos, palabras medio bonitas, caricias cachondas y un chingo de noches sin dormir para canjear. La sala de espera comienza a llenarse y cada vez más personas se pegan a los ventanales como moscas en una carnicería, todos esperando que se asome alguien conocido. Una simpatica niña, de esas que van por ahí con un chicle enorme masticando y generando ruidos incomodos, le pregunta a su madre, supongo yo que es su madre, si en ese avión vendrá su hermanito. La doña la mira con dulzura, hasta yo la miro con dulzura, y le responde. A mí me tiemblan las piernas. Me gustaría que mi mamá me hubiera acompañado y poderle preguntar: Mamá, ¿En ese avión vendrá Sita?.
Escribo entonces un “te amo” gigante en mi libreta negra, ya está decidido, me voy a parar frente a la salida, levantaré mi improvisado cartel tal como lo hacen esos weyes a los que mandan de las empresas por ejecutivos que no hablan español. Vaya, no me importa ser un ridículo y cursi en estos momentos con tal de sacar una sonrisa de esos labios y contemplar como sus ojotes se vuelven cristalinos cuando la tenga en frente.
Otra nave más, azul y blanca, no alcanco a ver bien la clave porque con los nervios comencé a sudar y empañe mis gafas. ¡Ahí está! ¡Llegó!. Corro a toda velocidad, o bien, a eso que yo considero “toda velocidad” y pasó ya a donde arriban los vuelos internacionales. Ilegalmente camino por una de las entradas pero un vigilante me descubre y amablemente me invita a abandonar el aeropuerto, me disculpo argumentando que es mi primera vez ahí, qué no ve que soy de fueras. Me disculpa, me aconseja no hacer pendejadas.
Total, me acomodo frente a la gran puerta de vidrio. La espera para ese momento ya es más que perturbadora. Pienso que la voy a abrazar para no soltarla nunca más. Mi cartel artesanal de amorosa bienvenida está preparado y en el aire. La gente pasa por la salida con sus maletitas con rueditas, no la veo. No llega. Le doy una pasada con mi playera a mis gafas como si eso hiciera que apareciera más pronto. Mi estomagó es un panal de abejas furiosas. Subo nuevamente el anuncio sintiendome culpable de haberlo bajado para limpiar mis lentes aunque, según yo, solo fueron unos segundos.
De pronto y para mi sorpresa siento los pequeños brazos de alguien rodeándome por la espalda. Es ella, Sita llegó con su delicado cabello color castaño oscuro, sus ojotes cristal y esa sonrisa que siempre me tranquiliza, me pone OK. Yo, me equivoqué de puerta… otra vez.