Oculi: Uno Por Luz Atenas Méndez Mendoza.

 

Llevo queriendo escribir toda la noche. Me parece que dentro de poco amanecerá y me siento inútil, en ese sentido. Quise comenzar diciendo que todo lo que ha pasado (y que sigue pasando) tenía un inicio, pero no he encontrado el final; tal vez sólo me engaño un poco con eso y ahora lo que hago es escribir como terapia. Me frustra de sobremanera el hecho de que debo sacarlo de mi sistema, pero lo acepto. Al final, claro, pero lo hago.

 

Tal vez ya van dos o tres noches que llevo la idea rondando por la cabeza: necesito escribirlo. Día tras día, lo único que me rondan son sueños y, al llegar la noche, es como si hubiera bebido unas 3 ó 4 tazas de café con suficiente azúcar como para que me dé diabetes. Pero no es así, y yo lo sé. Sé que tiene su razón y su sentido.

 

Ahora escribo luego de fumarme un cigarrillo, con el olor a tabaco impregnando la estancia; cambié mi viejo cuarto por uno más práctico y desde la ventana observo el pasar de las personas y de los automóviles con música variada a todo volumen. Sé que es de noche y que nadie en este barrio se queja porque no es un barrio que sea para vivir, pero afortunadamente conseguí quedarme aquí al menos por unas dos o tres semanas; aún no le he preguntado a Daniel si es prudente que me quede aquí, pero me ha dicho que para él no es molestia y, al menos por ahorita, le he tomado la palabra. Tal vez debería confiar menos en él cuando dice que no es molestia, pero no puedo hacer mucho en mi posición.

 

Algo bueno de lo cual puedo gozar aquí es que la línea del metro me queda cerca y puedo abordarla cuando desee, claro, en mis horas permitidas. Sin embargo, hoy, al igual que ayer y antier, no he tenido ganas de salir. Daniel dice que se me pasará, que en algún momento estaré en Plaza del Sol observando a los artistas callejeros; dijo también que no podía ir al Prado nunca más, ni al Retiro, al menos mientras haya gente. Lo que se le olvida es que siempre hay gente en esos lugares, si lo sabré yo.

 

Le pregunté cuando llegué si no era más seguro en la otra casa, ya que en esa ni siquiera teníamos las ventanas accesibles (más que en la cocina), y siempre teníamos que prender la luz. “Está ocupada”, me dijo, “ahí vive el antiguo dueño de ésta y le dije que si algún día vendía aquella, que me avisara”. Pero yo sé que Daniel no me avisará de ese movimiento; puedo decir, con certeza, que no se atreverá a poner casas cercanas; hasta estratégicamente sería estúpido, pero se vale soñar, ¿cierto?

 

A veces miro por la ventana: enfrente hay una casa a la cual llegan hombres por la noche, y siempre les abre una mujer en bata negra. Me imagino que es la dueña, pero a veces es una mujer diferente, como si las turnaran para hacerla de porteras; luego recuerdo que queda justo frente a la ventana y escondo la cabeza como si fuera un pervertido mirando a las chicas. Que lo fui, sí, pero ahora no sé si ellas me miren de la misma manera. A veces, entre sueños, las escucho reír: sé que la puerta se abre y cierra y que ellas salen porque escucho tacones de aguja por la acera. A veces pasan frente a la ventana, como si tentaran al mal, pero se alejan y vuelvo a dormir. Comienzo a pensar que no les interesa saber siquiera si las observo o no porque puede ser que estén tan acostumbradas a que las miren que ya no le dan importancia a ello. Es un pensamiento muy estúpido, lo sé, pero me tranquiliza.

 

En ciertas ocasiones se escucha también cómo uno de los chicos de abajo trae a alguien: anoche era una chica, lo sé porque tenía un perfume olor a vainilla y los tacones mal pisados retumbaron en la escalera. Cuando salí de la habitación estaba su bolsa sobre la mesa, llena de piedras de fantasía que adornaban la tela rosa. Siempre he tenido aversión hacia ese color: el rosa; no sé por qué me produce ansiedad. No tomé el bolso, por obvias razones, y regresé a mi cuarto en seguida. Me recosté en la cama y lloré hasta quedar seco.

 

Daniel llegó, horas después, y me trajo algo para beber; recuerdo que me dijo que no debía desperdiciarlo, pero no pude evitar escupir el primer sorbo. Daniel me dio palmadas en la espalda y siguió intentando hacerme beber. Le dije que no, moviendo la cabeza, porque estaba aturdido y cansado, pero cuando volví a darle un trago me sentí mejor. “Nos pasa a todos”, dijo, “pronto se te olvidará lo que conlleva todo este proceso”. Me dejó terminar en silencio mientras observaba por la ventana, como si supiera que yo podía hacerlo solo.

 

Siempre pensé que sería sencillo, ¿saben? Pero parece más complicado de lo que parece. No es un proceso tan selectivo y no hay protocolos ni de etiqueta, pero tal vez me equivoque y sólo soy uno entre millones, desconociendo lo que verdaderamente nos pasa y lo que necesitamos hacer para sobrevivir. Daniel es el único que me puede orientar y pareciera que pudiera desarrollar una extraña dependencia hacia él, pero la idea no me agrada del todo. Sé que él tiene sus asuntos y eso es lo que en primer lugar nos puso en el camino del otro.

 

Hoy Daniel no ha llegado. No puedo dormir y tengo que esperar. Hoy el otro chico de abajo llegó solo y se limitó a gritar “¡Ya llegué!”, como si a alguno de los demás nos importara. El que había traído a la chica no ha regresado desde la madrugada de ayer, cuando fue a acompañarla al metro, luego de que todos escucháramos la sinfonía que montaron. El otro cuarto siempre está solo, con llave. No he visto a Daniel entrar ahí, y eso que queda justo frente a la puerta del mío. A veces quiero entreabrir la puerta para ver si Daniel abre esa puerta, pero no me armo del valor necesario y termino sentado frente a la computadora.

 

Tal vez debería de salir a la calle, al menos durante un momento. Desde que llegué no he hablado con nadie más que con los que están en la casa y eso comienza a pesarme un poco; quién hubiera dicho que hace apenas unas semanas me divertía de lo lindo yendo de un lado a otro en la ciudad, conociendo lo posible y durmiendo lo necesario, luego de una buena noche. Extraño, en cierto sentido, la sensación de calor solar en el rostro al despertar, pero las ventanas de aquí no tienen cortinas, sólo están pintados los vidrios de color negro, cual si aquí vivieran vándalos.

 

En cierta manera eso somos, pero no es necesario decirlo a los cuatro vientos.

 

Me ha llegado el sueño y necesito descansar. He estado pensando durante largo tiempo y al fin veo que pude articular todas las palabras necesarias para un inicio, aunque no sea el principio, pero me satisface un poco. Daniel aún no llega y dudo que lo haga hoy. Tendré que esperar un momento para poder reincorporarme a la vida diaria, lo sé, pero creo que será necesario un poco de guía en esto, ahora que ni siquiera vivo donde lo hacía, ahora que no le hablo a nadie más que a los chicos de esta casa y que apenas me doy cuenta de todo lo que ha estado pasando los últimos días.

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