Ayer vi Mujercitas (Greta Gerwig, 2019 basada en el homónimo de Louse M. Alcott) y lloré terriblemente cuando murió Beth. Estaba con mi hermana y me consoló en medio de la oscuridad del cine. No podía decirle que mi temor más grande es esa falta. Esa ligereza con la que ella bien puede alegrarme al minuto en una película pero también desaparecer la distancia y a veces la tragedia de la cotidianidad. De ahí que me parezca fundamental destacar el relato de la película a través del flash back o de la memoria. Es así porque su estructura de recuerdos va haciendo más honda la sensación de que lo que recordamos como infancia es una sensación de que algo fue mejor no necesariamente porque así fue sino por el efecto mismo de la evocación. Es decir, ese crecer del que vamos siendo testigos tanto en la pantalla como en el libro aligera la crueldad que vamos aprendiendo cuando adultecemos: no podemos tener todo lo que anhelamos.
Para los personajes va cambiando según las edades y las circunstancias: una caja de lápices de colores, un vestido, un nombre, una página bien escrita, un desayuno, un alguien. En la película se muestra muy bien la pelea exteriorizada de Jo por todo lo que se va perdiendo. Por ejemplo, ese momento de la historia en el que reclama que la infancia acabo porque su hermana va a casarse. Bien se puede decir que uno de los temas es como estos personajes se van recuperando a veces de la ausencia del padre y otras del estómago vacío, es decir, hay una distensión de que lo mínimo llega a ser lo máximo.
O bien, que mientras lo doméstico y necesario nos habita se filtran las grandes necesidades de nuestra existencia. Por eso mientras vemos que están cocinando o tomando el desayuno vemos los pequeños filtros de una felicidad que parece que se va ir pronto o de como también, a partir de la misma imagen, alrededor de la mesa se van alimentando las noticias graves. Una de las cosas que me gustaban mucho del libro era justamente eso: las escenas a lo largo de la casa. Justo ahí es donde ocurren las guerras más fuertes. En la película el ligero anacronismo deja ver la validez de la historia íntima como vital en la supuesta historia mayor tan pragmática para detenerse en contar las trasgresiones de lo diario.
Y esa es justamente la otra cosa que comparten el libro y esta nueva versión cinematográfica: el relato de mujeres que van negándose a esos pagos que su tiempo parece cobrarles. Por un lado, está ese realismo de la tía que grita sin hacerlo: nadie hace su propio camino. Por otro el constante destacar que, aunque no lo parece, la distensión entre los fines y los medios se padece y confronta (no parece superarse). Hay una totalidad que de pronto afirma que va a llevarse la individualidad de las mujercitas. Tal es el caso de ese momento en que Meg va a una fiesta elegante y le prestan un vestido pero le cambian el nombre y la tratan como lo que no es (una chica rica). Pero, en su momento, vienen otros paradigmas: el de cada una sosteniendo su modo de habitar, más que la casa, el mundo.
Aunque esta lectura de ambos discursos parece es alienado (porque romantiza un poco en el gusto personal) también hace consciente que con este tipo de personajes no dejan de visibilizarse otras historias. Pero también que faltan muchas que mirar.