Los ojos se han acostumbrado ya a la oscuridad cuando poco a poco podemos ir percibiendo un mar de niebla que lo invade todo y, entre esa bruma espesa, vemos aparecer un extraño navegante; una vara le da el impulso para desplazarse con ligereza a través de las aguas.
El navegante resalta por su atuendo rojo y desde el centro del espacio despeja con movimientos circulares la niebla que nos cegaba. Se ha marcado con ello el transcurrir del tiempo: la vida que se escapa. Un padre está por emprender un lejano viaje y un hijo, que es a la vez Caronte, corre infinitos senderos al sentir que no alcanza los pasos de su padre. El relato se muestra de manera desnuda Papá, espera, espera, espera… la voz del hijo es intensificada por un micrófono.
El ritual funerario comienza con la entrega de la primera moneda para cubrir uno de los ojos del padre y así, siguiendo una constante circularidad en las acciones, el hijo se detiene de vez en vez para confrontarse con su padre y entregarle las monedas con las que deberá pagar su entrada al inframundo.
El intérprete Cédric Charron se deshace y se rehace luego de cada momento en que ha pausado todo movimiento para entablar el diálogo con su padre, que a la vez es un diálogo consigo mismo. Las palabras cesan y a menudo son movimientos fuertes los que reinauguran la danza, movimientos delineados en estrictos ángulos que a ratos se transforman en danzas ingenuas y libres. A cada instante el hijo construye lo que él mismo ha querido ser y, por tanto, construye lo que cada vez lo separará más de su padre.
Sorprende que el uso de los elementos, los cuales están sometidos a la repetición del ritual funerario, no agoten sus posibilidades: la niebla se despeja y se manifiesta constantemente. A veces se respira con serenidad, otras veces parece devorar por completo al hijo, comenzando siempre desde los pies hasta hacerlo desaparecer. La vara que, al principio ha sido movida con ligereza, de repente es tremendamente pesada, marcando una profunda y destacable tensión con el cuerpo del intérprete, luego, se convierte en un bastón, un caballo y una estaca a la que el personaje se aferra hasta sus últimas consecuencias, Los micrófonos, que de hecho al principio pudieron generar la pregunta: por qué usar micrófonos alámbricos y no de diadema o inalámbricos. O mejor aún, ¿por qué no prescindir completamente de ellos?, se vuelven necesarios para marcar las estaciones a las que frecuentemente el personaje acude para encontrarse con las palabras, para encontrarse con las diferentes maneras en que puede enunciarse a sí mismo.
Con terribles espasmos, el intérprete se rinde nuevamente ante la niebla que vuelve a llenarlo todo y, una vez sumergido en ella, Caronte reaparece sobre la barca que oscila siempre entre la vida y la muerte y emprende su interminable viaje, dejándonos, tal como al inicio, inmersos en la oscuridad.
Jan Fabre ha hecho un magnífico trabajo como dramaturgo. El texto es sin duda lo mejor de la obra e incluso, lamentablemente, ha superado la interpretación de Charron, quien se ve pequeño frente a tremenda poesía y pequeño, también, frente al montaje mismo, siendo sólo destacables los momentos en que concreta las acciones a través de la vara. Irónico es entonces que la obra Espera, espera, espera… (para mi padre) haya estado inspirada en la vida del propio Charron y, sin embargo, éste no haya poseído (quizá sólo en la función del 13 de octubre) el espíritu entrañable que el texto de Fabre sí expresaba.
Troubleyn/Jan Fabre performing arts
Espera, espera, espera… (para mi padre)
Teatro Juárez
13 y 14 de octubre