II
El martes me sabe amargo y derrotero. El mayordomo me dice: «Oh, son buena marca esas tijeras, a ver, y ya no están tan pesadas como las otras.» Pendejo. Pesan lo mismo, lo que pasa es que no cualquiera aguanta el jale y no le sobra gente. Yo no me doy opciones de pensar si lo aguanto o no: me necesita. Lo que sea de cada quien, cada día me gusta más el campo. Levantarse de madrugada es una costumbre que cada vez pesa menos. Aunque esta tierra sea muy artificial y esté llena de químicos, trabajarla me da paz. Hace que el cuerpo se vea duro por fuera, pero tierno por dentro, como una soca tiernita que apenas va por sus primeras temporadas antes de volverse rama y dejar de dar frutos.
Yo ya le agarré el modo, y el mayordomo sabe que soy de más confianza que los borrachos que a cada rato fallan por andar crudos y dejan los árboles maltrechos. Al rato andaré con los brazos bien cansados. Ya llevo dos semanas podando, y todavía no me acostumbro. Es obvio: andar todo el día cortando ramas completas de árboles y cargando una escalera por la loma del cerro no es algo a lo que se acostumbre el cuerpo. Aunque le agarres el ritmo, después lo sientes menos, pero lo rutinario no quita el desgaste.
No importa el cansancio; el entusiasmo por compartir a Rulfo me revitaliza. Llego corriendo a bañarme y perfumarme para ir al club de lectura. Incluso ya hasta voy pensando lo que voy a decir en inglés. Lástima, Margarito: sin sorpresa y con mucha distracción de mi parte, el book club es hasta el jueves 31 de octubre, y ni siquiera el centro cultural donde se realiza está abierto. Ni qué hacerle. Literal, porque en esta ciudad no hay nada que hacer.
Recorro el famoso downtown que ni es famoso, yo creo, porque está súper vacío, y son apenas las 7. Camino con la esperanza de encontrar algún café abierto para olvidarme un rato del frío, ya de perdida un 7-Eleven. No encuentro nada, más que un par de vagabundos. Antes me daban miedo, más que los de México, no sé por qué. Pero se me quitó una vez que platiqué con uno de ellos mientras esperaba el camión. Solo quería desahogarse, al parecer, o tal vez estaba muy drogado, o las dos cosas. Había estudiado algo de ingeniería, pero llevaba años metido en el mundo de las drogas. Aunque intentó rehabilitarse un par de veces, nunca logró abandonar ese mundo. Yo lo escuché. Medio que le entendía por mi falla en el inglés; medio que le entendía por un poco de falta de empatía. Es difícil imaginarme en sus zapatos.
Otras veces he visto personas que parecen oír voces o muchas mujeres con golpes muy evidentes en su cuerpo. Ya no me dan miedo, aunque me parezcan fantasmas. Nunca viví en un escenario más literario que ahora, como el de José Agustín y sus Ciudades desiertas. No entiendo a los gringos con sus ciudades grandotas y tan sin vida. Imposible encontrar refugio. Es menester importar un chingo de OXXOs para acá, tal como ellos lo hicieron con todas sus marcas de gasolina a nuestro país. Regresaré abatido, aunque, por fortuna, antes de tumbarme en el sillón, Doña Benita tendrá ganas de un café con galletas de animalito y me sonsacará después de mi derrota.
A media semana yo andaré sintiéndome cansado por la faena y por los agüites. No mal, solo cansado. En mi clase de salsa platicaré con una amiga con la que me he sentido en confianza para contarle mis problemas. Se llama Tara, una estadounidense de más de 50 años que baila mejor que casi todas las latinas que conozco. Ha recibido mis palabras con calidez y las responde siempre con empatía. A ella le he contado sobre cómo mis tíos ya no quisieron recibirme cuando volví, sobre la chica con la que me hubiera gustado conocer el amor, sobre mi sobrina y cómo represento para ella una figura paterna, entre otras cosas.
Ella, por su parte, me ha hablado sobre su divorcio y cómo ha ido descubriendo un nuevo propósito en la vida, sobre sus hijos y sus nietos. Me comparte fotos de los logros de su familia y su historia. Una amistad en el más amplio de los significados: dos personas de generaciones y circunstancias completamente diferentes que, en los resquicios del lenguaje y la pista, encontraron dónde suceder. Yo le diré que me siento devastado, a pesar de ser solo miércoles, que siento que todo es overwhelming. Ella no tendrá por qué preguntar qué es lo que me abruma, porque ya lo sabe. Me responderá en inglés las palabras necesarias para motivarme antes de empezar a bailar con una sonrisa.
Ora sí llegó el día. Jueves, Halloween y día de evangelizar con el Señor Rulfo. Voy corriendo, corriendo, corriendo, escuchando Sin tus estrellas. No he caído en cuenta, pero la letra encaja con varios pasajes del libro y con cómo me siento. La llevo a todo volumen en mis audífonos. Corro, salto y le sonrío a quien me encuentro. Una cumbiecita camino a hablar de literatura me exalta machín. Los de los carros, extrañadísimos, porque no me espero en los altos peatonales. Me la pelan: en México el peatón camina a riesgo de muerte, aunque él mismo sea el culpable. Hoy, México is in da house, bitch.
Las estrellitas, aunque a veces se me escondan, las veo clarísimas en las palabras de Rulfito. Más cuando lo voy leyendo de nuevo, en copia, recontra marcando lo que más me conmueve de su literatura. El lugar se llama Arte Américas. Aunque llego agitado y con facha de vago, eso no me quita la confianza. Se me quedan viendo con cara de What the fuck por lo desalineado y porque ellos ya se conocen entre todos.
Me presento y empiezo a ser parte de la conversación. Al inicio dicen que hablan inglés y español, pero yo ignoro lo segundo olímpicamente por ir en mi viaje de migrante incomprendido. Toca mi turno de hablar y, como buen latino, aunque no conozca las palabras inglesas que quiero decir, me las ingenio para tratar de explicarme. Hasta que veo que no me entienden y uno de los participantes me dice: «Chill out, man, también hablamos español.» ¡Todos son pochos, wey! Y yo, que ni en pedo pensaba que hablaría en español esta tarde.
Sigo en mi lengua natal para explicarme mejor, pero la cosa poco cambia, aunque nos vamos entendiendo. Solo otro de los participantes terminó el libro aparte de mí. Uno más lo «leyó» en audiolibro (¿leyó?). Dos intentaron leerlo en inglés y español a la par, pero se decantaron por continuar en inglés al enfrentarse a tantos términos y formas particulares del idioma que no entendieron; aun así, no lo terminaron. Otro casi ni habló y, como ni le hice caso, no supe más.
Empezamos con la misa. Pinches gringos, son rechistosos. Yo creía que la lectura la habían escogido por la temporada spooky y el Día de Muertos. Resulta que la eligieron por la película de Netflix que va a salir. Me preguntan qué pienso sobre la adaptación. Pues, la neta, es difícil saber qué pensar. Mientras que Cien años de soledad se puede ver más como serie porque casi parece telenovela y sus imágenes son muy literales, la belleza del lenguaje de Rulfo es más compleja de transmitir a la pantalla. Los actores me gustan, aunque no veo a Tenoch como Juan Preciado.
No creo verla, digo con sinceridad. No es sesgo mamador, sino porque entre el trabajo y el cansancio, mi tiempo de ocio lo dedico a actividades específicas, en su mayoría para leer. El evangelio va sobre cosas generales. Se me hace aburridísimo limitar una obra literaria a preguntas sobre su trama, sobre si quiere ser socialmente comprometida o crítica, o sobre su estructura narrativa. Dicen que se confundieron en los saltos temporales; en mi primera lectura yo también.
Debería ser una charla más casual, pero las preguntas vienen hasta en cartulinas. Así la institucionalización en estos espacios. Compartimos experiencias de lectura. La primera vez que lo leí, me saqué de pedo al darme cuenta de que todos estaban muertos. Ellos pensaban que era un pueblo fantasma de esos de Estados Unidos que no son fantasmas en realidad, sino que simplemente están deshabitados.
Ahora sí, vamos con el sermón. Les platico un poco sobre lo que sé de Rulfo: de su trabajo fotográfico, de si Susana San Juan está inspirada en su esposa, de las cartas que le escribía (bellísimas, la verdadera forma de amar), de que si ponía nombres a sus personajes viendo tumbas en el cementerio (este dato les encanta). Empiezo a hablar sobre la pulidez de su lenguaje en español y su obsesión por pulir cada frase para evitar cacofonías. No saben qué es cacofonía, y yo no sé cómo decirlo en inglés. Uno de ellos, el único que piensa, saca el traductor y concluye que le gusta más la palabra en español.
Saco mi verborrea. Hablo de la oralidad poética de Rulfito bebé, de su capacidad para traducir el mundo rural mexicano en oraciones llenas de magia, sentimiento y poesía. Termino con éxito. Afirman que lo volverán a leer después del conocimiento entusiasta que les compartí. Aquellos que cometieron el sacrilegio de leer la versión traducida se darán a la tarea de leerlo en español, al comprender que la obra, en su idioma original, tiene una fuerza abrasadora.
Terminamos la sesión compartiendo un par de historias de espantos. Una chica contará la anécdota de una médium que supuestamente ve espíritus y nadie le cree. Ellos se mantendrán intrigados mientras yo les narro la vez que sentí cómo me abrazó el espíritu de mi difunta abuela.
De regreso a casa, seguiré feliz, pero absorto en la nada. Del otro lado de la ventana del camión van olas de gente disfrazada. No entiendo nada del Halloween. Sé que, como todo, tiene su etimología, pero no la entiendo. Puedo comprender un poco la parte infantil: pedir dulces, recorrer las casas, travesuras y espantos inocentes. Lo que ya no entiendo es la distorsión de los adultos, aquellos que parecen reunirse para distintas prácticas dogmáticas o incluso llevarlas a cabo en algún antro, un crossover entre Disney y La casa de los dibujos.
Hace un año no me habría fijado en nada de esto. Solo hubiera salido feliz a pedir dulces con mi sobrina, disfrazado de fantasma. Un fantasmota enorme de 1.95, aunque los más graciositos dijeran que parezco un rollo de Parisina. Aquí no existe esa tienda. Si me hubiera disfrazado igual, nadie hubiera entendido ese chiste, aunque en mi tierra me hubiera parecido irrisorio a la cuarta o quinta vez. Aquí desearía que al menos uno lo entendiera.