Adelio Miguel Montenegro mejor conocido como “el inge” estaba por salir, luego de desayunar había llegado la hora de ir a su trabajo en el estudio de audio donde cortaba y pegaba pistas para hacer sonar bien a músicos amateurs a cambio de dinero pero no pudo encontrar las llaves de su coche. Por más que rascó su cabeza no lograba recordar dónde las había puesto. Entonces buscó en el closet, sobre la vitrina, entre los pliegues de los sillones, en el baño, la sala, en los cajones de su recamara y justo ahí entre papelería y discos viejos, algunos sin caja, encontró su cerebro.
Estaba muy bien escondido bajo unas agendas e instructivos de aparatos electrónicos en desuso. Emocionado le quitó el polvo que comenzaba a cubrirlo soplando un poco sobre él, lo frotó con el antebrazo y lo metió a su cabeza. En ese momento un sin fin de pensamientos lo abordaron y recordó todo lo que había perdido hasta ese día, siempre fue un despistado. Cuando tenía 5 años extravió a Nando, su primer perro, un cachorro rottweiler al que le lloró poco más de dos semanas. A los 8, un cuaderno para colorear de Superman que le gustaba mucho y aprovechaba cualquier momento para presumirlo a sus compañeros de clase, se quedó mucho tiempo con la idea de que alguno de ellos, quizá Martín Galicia, un envidioso, lo había robado. A los 12 perdió dinero mientras caminaba de vuelta de la tienda. Aquella vez su mamá no le creyó una palabra y lo culpó de todo lo que se extraviaba en casa durante meses. También recordó que a los 16 años perdió la voz de niño que lo seguía y que tanto incomodaba, fue el último de su generación en recibir la adolescencia y eso le costó un millar de burlas. A los 18 años lo que dejó fue la virginidad con una vecina casi diez años mayor, nunca supo si había hecho un buen trabajo y a pesar de que la siguió buscando para repetir la sesión, ella jamás lo aceptó de nuevo. A los 24 años perdió al amor de su vida y a los 26 los escrúpulos; traicionó a sus amigos por dinero.
Todos esos recuerdos lo llenaron de alegrías por momentos pero igual la tristeza lo cercó inevitablemente. Era eso mucho para él así que sacó los zapatos de una caja, se quitó el cerebro nuevamente, tomó algunos diarios viejos e hizo bolas de palel que acomodó en los rincones y colocó el seso con mucha delicadeza dentro de la improvisada urna. La cerro, selló bien los bordes con cinta adhesiva para evitar que se abriera y con un marcador indeleble escribió sobre una de las tapas:
16-Abr-2015
No abrir hasta dentro de 30 años.