Recipiente hermético Por Tanya Aguirre

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Nunca te develabas por completo.

Frente a mí te mostrabas siempre tácito, con la piel vestida de un bronceado profundo; invitando a probar el sabor que producen las sensaciones más excitantes.

Provocando.

Disfrutaba observar como la sangre te caminaba por las venas, sobre todo en toda la extensión de los brazos… eran tan visibles las líneas que pude memorizar cada uno de los caminos que te daba vida.

Estabas ahí, con la mente, el cuerpo y el corazón llenando el espacio; indefenso, descubierto, con el amor excedido y las mariposas volando liberadas por los sentidos.

Pero a pesar de todas las imágenes perfectas que siempre me regalaste, jamás te expusiste tal cual.

Te quería a ti, total.

No solamente al cuerpo, tibio y definido, que se acomodaba con donaire entre mis manos; tampoco esa composición heterogénea y densa, que emanaba de ti y que gustaba de resbalar por mis extremidades.

Sí, todo venía de ti, y era bueno.

Pero no fue suficiente.

Yo quería esa fuerza guardada en ti: la que detonaba tu manera tan cautivante de reír o el aire tan inquietante que exhalabas al respirar.

Pretendía el origen de aquellas miradas maliciosas con las que lograbas llevar mi sangre a ignición, tan rápida y apasionadamente que resultaba complicado no querer poseerte en ese justo instante. Correr a ti y abrazarte como nunca antes me atreví a hacerlo. Tan cerca que fueses capaz de descifrar las rutas de mi sangre, tan juntos que pudieses escuchar el más tímido silencio guardado cerquita del corazón.

Pero entre la luz más clara que gustaba de atravesar la ventana (siempre a la misma hora) y que pretendía bañarte para poder quedarse en ti, interponías esa tela intáctil pero perceptible: la que tejiste como escudo por el temor de entregarte completo.

Te saboree por partes.

Te disfruté en carácter de inacabado.

Me perdí en tu geografía y los reservados atractivos de una venerada contextura.

Conocí a detalle el contorno de tus labios y los dulces que pueden volverse cuando te descubres atrapado entre dosis entusiastas de deseo mutuo y el encanto infinito del amor tangible.

Hurgué con mi piel tus cicatrices y ningún milímetro se salvó de ello.

Te recorrí mil veces, y te reconocí mil más.

Aprendí a intensificar la rigidez que pueden adoptar tus extremidades, y el tiempo exacto en que pueden llevarse al límite; con qué preciso toque, con cuál palabra, con qué roce.

Escuché las mil formas con las que tu exaltación se hace presente.

Fui testigo y causa de tu respiración acelerada, de tus gritos callados, de tus gemidos constantes, de tus segundos sin aliento y de tus besos salvajes.

Creé en ti la necesidad de aferrarte después de terminar, de dejarme aprisionar en los espacios que gustabas de crear. De recorrerte completo con la parte más suave de las yemas de mis dedos; de alborotar tu cabello cuando empezabas a dormitar.
De hablarte quedito.
De irte adentrando en el sueño profundo mientras te resguardabas en mi pecho.
De cubrirte con el peso de mi cuerpo y observar tu respiración.
De disfrutar tu sueño, tus gestos y tu calma.
De susurrarte al oído que mañana, tal vez, ahora si te dejarías desnudar…

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