Sal por Tanya F. Aguirre

/

Sara Elena brincotea por todo el hospital. A sus dos años, ella tampoco quiere sentarse a esperar y quedarse quietecita mientras su turno llega. Se conoce poderosa y segura, y ello es lo que hace que la pared no sea tan dura, ni el suelo tan resbaloso, ni los filos de los muebles tan peligrosos, ni el humor de las gentes tan volátil. El mundo es su campo de juego, y no hay nada que pueda cambiar esa idea.

Trato de desconectarme un poco y enfocarme en verla correr. Sus piecitos no se cansan, y ella jura que los unicornios que lleva puestos la hacen volar un poquito más.

Desde que nació, cuando alguien externo cae en cuenta, y se asombra de que sea hija mía (porque no soy el tipo de mujer que luce como una mamá), llega la obligada pregunta:

– ¿Y la quieres mucho?

– Es muy simpática, tiene buen corazón y estar con ella es divertidísimo – respondo siempre.

Y es aquí en donde a muchas personas les cuesta entender que hable así de ella… “porque es mi hija y tengo la obligación de quererla, porque me costó trabajo parirla (y por esa simple razón tenemos programado el amor ilimitado de la una por la otra). Porque mi papel de madre implica que sea ciega, y base todo su desarrollo en mi amor incondicional y sus mágicos efectos”.

Y no. Me niego a ver a Sara Elena como una extensión de mi persona. Decir que la quiero sólo porque físicamente se formó en mis entrañas, sería quitarle todo el mérito: es un mundo por sí sola y, a su edad tan corta, me ha enseñado más que muchos adultos que se jactan de ser eruditos. Aprendo, a través de sus peticiones, sobre habilidades desconocidas que mi cuerpo alberga; me lleva a límite de mis capacidades, hace los días más fáciles y su voz es tan fuerte que derrumba los silencios a los que a veces temo tanto. Tiene un corazón tan bonito como caprichoso, pero ni el más difícil de sus berrinches la hace olvidar toda la bondad que lleva a cuestas.

Una noche leíamos un cuento a la espera del sueño. La historia consistía en un rey que disfrutaba dos cosas por sobre todo lo demás: la comida, y el que sus tres hijas le dijesen cuánto lo querían.

– Hija, ¿cuánto me quieres? – preguntó a la mayor.

– Te quiero más que al sol, la luna y todas las estrellas juntas.

El Rey quedó complacido y se dirigió a su hija de en medio:

– ¿Y tú cuánto me quieres?

-Te quiero más que a todo el oro, la plata y las piedras preciosas que existen sobre la tierra.

El Rey no terminaba de sonreír satisfactoriamente cuando la vocecita de su hija menor lo interrumpió:

-Papá, ¡yo te quiero más que a la sal!

El Rey se sintió ofendido y decidió no volver a ver a su hija, ya que el amor que le profesaba no era lo suficientemente valioso.

El cocinero del palacio había estado atento a toda la conversación, así que decidió dar una lección al rey y, desde ese instante, dejó de poner sal a todo lo que preparaba.

Así pasó un largo tiempo, hasta que el rey, cansado de lo insípido de sus alimentos gritó: ¡Por favor, que alguien me traiga la sal! ¿Cómo es posible que dejen de lado algo tan importante?

No había terminado de decir la última palabra del cuento cuando las manitas de Sara Elena bajaron el libro, y se me quedó viendo; se notaba que le costaba trabajo mantenerse despierta. Me sonrió y cayó en el sueño profundo. Duré aproximadamente dos horas contemplándola, cosa que se volvió común desde aquella primera semana (en la que no dormí nada) después de salir del hospital con ella en brazos.

Es en esos instantes de calma en donde hago un recuento de todo lo que hemos atravesado juntas y, por más memoria que haga, no hay muchos recuerdos importantes en los que ella no esté. Y es así, porque yo elegí ponerla como astro principal de este universo que me voy construyendo, no porque exista un contrato imaginario que me haya obligado, o una norma social que garantice que así debe llevarse a cabo la correcta ejecución del rol maternal. Yo elegí a Sara Elena como centro, pilar y compañera. La pongo cada día en la cúspide de mis prioridades, siempre junto a la gastronomía, la música y los libros. Yo elegí que ella fuese mi hija.

Y sí, la quiero más que a la sal.

Historia Anterior

Morena de mi corazón por Emmanuel León

Siguiente Historia

El Coloso de Sylvia Plath (Versión de Aleqs Garrigóz)