Salida de emergencia por Esteban Govea

El año pasado, en una visita al Departamento de Investigaciones Filológicas de la Universidad de Cambridge, buscando un billete que se me cayó en un bote de basura, encontré esta broma altamente elaborada, muy del estilo inglés, compuesta por algún estudiante. Entrego la traducción, hecha por mí, del documento, para sano entretenimiento del lector.

 

Hay un solo Dios, cuyo nombre es inasible al lenguaje humano. Éste, luego de haber creado el universo, estimó conveniente que un Demiurgo lo rigiera. Por eso, con la materia del caos que aún no había sido domada, me formó a mí, Aarghatok —tal es el único de mis nombres que puede ser pronunciado sin que ocurra la destrucción espontánea del invocador—; este apelativo, eterno como es, no puede designar la materia corruptible de mis cuerpos sucesivos; ni siquiera podría decirse que aluda a la conciencia que los habita; designa algo distinto: una parte mínima de mi yo primigenio, que se preserva tras cada una de mis muertes y renace en la vida que le sigue. Es como nombrar una única molécula de agua en su decurso dudoso por el océano.

Aunque he sido miríadas de seres, me encuentro cautivo en la humanidad, enfrascado en ella; he tenido una suerte de vida humana, sólo que inconmensurable y discontinua. Longuísimos siglos me he arrastrado sobre las arenas, envanecido por sabiduría o poder, o desvivido bajo el látigo de los imperios. He sido borrachos recalcitrantes en millares de madrugadas, viudas sufrientes ante féretros recién inhumados, saltimbanquis perezosos, filósofos de toda índole, faraones, he sido artistas por centenares, profetas de todos los credos, semidiós y cavernario. Alguna vez orquesté la matemática divina del mundo, alguna vez compuse músicas que hicieron llover en los pueblos, alguna vez apuñalé a un tirano y otra, en el alba de los tiempos, presentí la magnitud abismal del infinito y esculpí en el barro la figura de una deidad oscura; alguna vez fui Aristóteles y contemplé la cara de Platón, entregándome los rollos de su Timeo, sin sospechar que yo había sido el Demiurgo de su obra, y otra compilé y recompuse los relatos del Ramayana.

Hoy puedo recordar apenas trozos: el dios me mostró su lenguaje primordial, y me condujo a los cimientos de la creación para encomendarme la tarea de velar por su orden.

Lo primero que hice fueron el tiempo y el espacio, en los cuales pudieran funcionar las leyes físicas, luego me dediqué a hacer valer mis propias leyes contra toda materia reticente. Narrar todas mis acciones sería largo y fatigoso. Además, confieso que no lo recuerdo a detalle (por eso sigo en este cuerpo aún mortal, huyendo).

Lo importante es que, cuando el orden hubo prevalecido, me aburrí de contemplar la materia inerte, que se tendía frente a mí con pasividad estúpida, predecible, en burda lógica proporcional de acciones y reacciones, sólo siendo, sin más.

Es cierto que mi labor resultaba en ocasiones estimulante, cuando había que ajustar las magnitudes de las causas para que el sistema ganara cierta autonomía, o cuando la explosión imprevista de algún ente de consistencia dudosa me brindaba un asombro inesperado.

Pero, como sólo los dioses escapan al hastío, se me ocurrió crear vida, cosa que intenté sin éxito durante milenios.

Así que fui con el Dios para convencerlo de que creara o me permitiera crear seres vivientes. Arrojó con reticencia, en el interior de un cráter, una semilla de escualidez sarcástica.

Sin arredrarme, agradecí la dádiva, me dirigí al cráter, y urdí, a lo largo de eones, las condiciones necesarias para que de aquella partícula desvalida pudieran surgir una variedad innumerable de seres que empezaron a volar y nadar y vegetar, y que aquellos seres pudieran multiplicarse por todo el universo.

Pero tuve el clásico defecto de los héroes trágicos: fui ambicioso, quise seres que pudieran crear por sí mismos, que tuvieran conciencia, que pudieran conocer a su creador y apreciaran el cosmos.

Y de nuevo fui con el Dios a plantearle mi petición. Él se negó, como era de esperarse, y me acusó de pensar atrocidades. Dijo que los mortales serían miserable si pudiesen conocer.

Su veredicto había sido perentorio. Pero una noche, aprovechando una circunstancia, robé la luz de la imaginación de los pilares del universo. El Dios, al descubrirme, furioso, me arrojó a un mundo, dispersando mi conciencia divina en los cuerpos de toda una raza de primates que tímidamente arrastraban sus brazos en su paso por los bosques.

Primero me asolaba —nos asolaba a nosotros, los primates— con climas violentos, luego con las fieras que yo mismo —aunque muchos avatares atrás— había ideado.

Me tomó miles de existencias apercibirme de su juego infinito, su rueda de reencarnaciones. Luego descubrí que en cada vida podría recobrar fragmentos de mi conciencia, aunque esto, cuando lo logro, es a costa de no poco esfuerzo y, aún en tales casos —que son los menos—, corro el riesgo de olvidar todo tras la muerte, como los hombres olvidan al despertar el contenido de sus sueños.

Un conocimiento que tiende al infinito, como el que tenía originalmente, no puede albergarse en una mente mortal, como cada una de las que tuve luego. Es por esto que cada vida era inaugurada por el olvido absoluto de la anterior. Aun cuando en algunas de mis vidas pude escapar al sino del dios brevemente, conociendo alguna cara del poliedro que es el cosmos, era obvio que no podría conseguir gran cosa a menos que pudiera recordar todas mis existencias anteriores. Lo cual equivale a decir que con cada una de mis vidas —o al menos con unas pocas— he atisbado alguna cara del poliedro. Para mi conveniencia, tiempo ha que hallé la manera de contrarrestar el olvido, logrando integrar ciertos conocimientos que me han sido caros en la parte perdurable de mi yo, es decir, en el núcleo de mi ser.

En mi vida anterior alcancé tal grado de plenitud que vinieron a mí, en una sucesión de significados que duró apenas un instante, los recuerdos de mis vidas pasadas. Miraba los ojos impasibles de un psiquiatra que tomaba notas. Me había llenado de somníferos y sólo acerté a decir, como una catarsis:

—Usted y yo somos un mismo ser en el fondo, doctor, somos una misma conciencia repartida en dos cuerpos.

Por supuesto, lo achacó a mi locura. Esa noche comprendí mi deber y acabé con esa existencia en la frialdad de mi celda.

Ahora huyo, en posesión de una valiosa clave que alguna vez grabé en tablillas de barro y luego olvidé, y que podría completar el ritual para mi conformación definitiva. Ya casi estoy acorralado y sólo tengo esta oportunidad de liberarme; mi siguiente existencia seguramente no será tan afortunada como la de ahora. Un demiurgo de reemplazo ha sido asignado a mi vigilancia y destrucción.

Acabo de subir por las escaleras, de correr por el pasillo, pero hay una reja de hierro que impide mi paso. Un letrero con letras rojas reza: EMERGENCY EXIT. Escucho los pasos apurando las escaleras, el roce de la tela de las ropas de mis asesinos. Ya presiento los brillos cegadores de la navaja. Ya vienen, dejaré esta nota en el bote de basura, rogando que, si la encuentras, lector, no la desestimes.

Acaso en el decurso de los siglos logre por fin completarme, recordarlo todo. Mi existencia ha sido un eterno andar entre lagunas, una senilidad póstuma, un roer despacio, interminable, la roca reticente del enigma.

Un último recurso: hundiré mi mano en la blanca lámina del letrero, luego todo el brazo y así sucesivamente, hasta entrar en el reino del lenguaje, donde yo domino.

 

Esteban Govea es lic. en filosofía, narrador, poeta y guionista. Es director del Colectivo Arde y Cultura y autor de tres libros autopublicado en Amazon: Sexto Sol, La Música Cósmica y La Poética Robot; en este último está incluido el presente cuento, y puede adquirirse en este enlace: https://www.amazon.com.mx/Po%C3%A9tica-Robot-otros-cuentos-ebook/dp/B078Z98M4Q/ref=sr_1_1?ie=UTF8&qid=1549073063&sr=8-1&keywords=poetica+robot

Historia Anterior

La naturaleza del deseo por Valentín Eduardo

Siguiente Historia

Mortal Engines y el entretenimiento del cine por Alejandro Valdés