Respiré profundo, tratando de que mis pensamientos se calmaran y mis latidos disminuyeran. Estaba yo entrando a la cocina. Después de una madrugadora sesión de ejercicio de fuerza muscular y una activadora ducha con el agua más fría que podía soportar, totalmente en línea con mi nuevo yo, mi nueva inspiración, mi nuevo hábito.
Ahora la misión, ya estando frente a la plancha de acero inoxidable que desembocaba hacia la izquierda en las cuatro hornillas de la avejentada estufa y hacia la derecha en la tarja que almacenaba desordenados los trastes de la noche anterior, era realizar correctamente la ceremonia de la preparación del sándwich para el almuerzo. Y en línea a mi nueva versión, y a mi nueva “presencia en el momento actual,” qué mejor que reflexionar sobre todos y cada uno de los ingredientes; de manera que lo convencional lo pudiera yo convertir en un verdadero manjar.
Pensaba yo en lo lejano e importante que era el trabajo de todos aquellos que hacían posible que yo pudiera estar a esa hora de la mañana haciéndome un sándwich. Qué gran fortuna la mía de tener el fruto del trabajo de tantas manos a mi alcance, en mi refrigerador o mi alacena.
Primero corté con delicadeza las rebanadas de jitomate, no sé por qué, pero siempre empiezo por ahí. Quizá porque me gusta tenerlo listo para el momento culminante de ponerlo dentro del sándwich, que siempre es, cual paradoja, el último. Las rebanadas tienen que ser delgadas y es sumamente importante que sean parejas, el mismo ancho en toda la superficie; esto permite que al morder el sándwich no se “despanzurre,” se desacomode, y termine uno con la mayonesa en los dedos y comiéndose el relleno ya sin pan. Para lograr este efecto es muy importante que el cuchillo esté perfectamente afilado y que el trazo se haga despacio, con mucha delicadeza.
Ahora, en estricto orden inverso a como se acomodará todo dentro de los panes, preparamos la cebolla, que debe de ser poca, pero la suficiente para que el sabor que deje en la boca sea completo, aunque eso provoque una inevitable necesidad de lavarse los dientes después de comerse el sándwich, meramente por socializar. Un solo corte, igual de delicado que con el jitomate y ya está, tenemos el número exacto de rodajas de cebolla, tres.
Turno del queso… ah, el queso. Puede ser blanco, amarillo, azul, gouda, manchego, de cabra, de vaca, madurado, fresco, Oaxaca, Chihuahua, en fin, no hay alguno que no me guste. Pero, la selección debe de observar como principal criterio que combine perfectamente con el embutido, cárnico, o lo que sea que vayamos a poner en el sándwich como título, porque decir que es un sándwich de queso solamente es verdaderamente triste, demuestra poca valía, casi una derrota mediocremente aceptada. El queso debe de ir siempre después del tradicional “con” de manera que adorna al sándwich como un adjetivo, importante sí, pero solo le cambia un poco la calidad, no la sustancia.
Fue ocasión de pan de centeno, negro, suave, y con mucho sabor. Porque, seamos honestos, otro pan puede lograr que el sándwich no sea percibido como manjar. Y ni qué decir del pan blanco, que daría un vulgar resultado; muy sabroso, pero vulgar. Y no, la intención es sublime, es como he insistido, una misión.
Aderezos pocos, casi deben de ser una sutil sugerencia. Por acá un toque de mostaza Dijon, por allá un breve brochazo de mayonesa a las finas hierbas preparada en casa y con eso basta.
El jamón podría ser de pavo, con un delicioso sabor y cargado de nitritos, nitratos, sulfitos, sodio, benzoato, etcétera; qué más da todos esos químicos que dicen que tiene, sabe fantástico. Pero no, mi nueva versión remasterizada de mí mismo no lo permite, y habiendo preparado con tanta dedicación y delicadeza los ingredientes, necesitamos un ingrediente que sea como una marquesina iluminada, focal, contundente: roast beef. Eso es, sándwich de roast beef con queso brie.
Mientras comienza el armado del sándwich, tomo una rebanada del delicioso roast beef. Nunca resisto la tentación de comerme una rebanada “a mano alzada.” El empaque debe de hacerse con cuidado, y poniendo primero una servilleta doble dividiendo al sándwich en dos partes, esta servirá de soporte para la mano que lo sostendrá mientras se va comiendo. Luego, una segunda servilleta ya sencilla envolviéndolo por completo para protección. Y por último, poniéndolo en el decorativo y funcional “toper” adquirido precisamente para tal fin, con forma de rebanada de pan.
Qué buen sándwich, definitivamente el de hoy ha sido uno de los mejores logrados.
Ahora estoy sentado en el comedor de la oficina y escribo estas inspiradas líneas, mientras veo las máquinas expendedoras de comida chatarra para decidir qué voy a comprar, y evoco, no sin un ligero dejo de tristeza, ese maravilloso sándwich que preparé y dejé perfectamente envuelto olvidado en la mesa de la cocina. Mi nuevo yo sigue muy reflexivo, presente, profundo, pero dadas las circunstancias, comiendo muy mal.