Siempre lo he hecho con amor. Nunca ha sido por mero deporte, y menos por quedar bien. Cuando lo hago, procuro que sea para alguien a quien quiero mucho, o por lo menos que sea una persona que me inspire. Nadie anda por ahí dando libros a lo pendejo. Yo no. Procuro escoger un libro que yo haya leído y que me haya marcado. Debe ser así porque los libros no son algo que se recomiende a la ligera. Busco el autor, el tema. Pienso en el tiempo del que dispone el receptor para leer, dependerá de ello qué tan extensa sea la lectura. Asimismo considero la personalidad, los pasatiempos, incluso la forma de vestir. Un libro puede significar una vida nueva, y quién soy yo para andarles echando a perder la que ya tienen.
Fotografías por Sandra Fernández
Pero eso sí, sin importar cuál termine siendo, cada libro que regalo lleva escrita una dedicatoria. Me acuerdo, por ejemplo, de aquel poemario de Coral Bracho al que le escribí “Para que tengas un poco de mí”, o esa vez que regalé El arte de amar y le puse algo así como “Porque tú me enseñaste”. Dar libros, por lo menos para mí, implica dejarle al mundo un pedacito del alma que he ido alimentando con los años.
Aunque los libros también se dan a uno. Lo digo de una forma muy sincera, porque me ha pasado y seguramente a ustedes también: cuando vas a una tienda de usado, de repente, ahí en un rinconcito, está ese libro que llega a ti y te cambia. Muchos de esos libros que te llegan de manera inesperada vienen con sus dedicatorias. Algunos tienen mensaje de aliento, otros de amor. Aquellos tantos serán de una hermana a otra, de un amigo a otro amigo, del padre al hijo… en fin. Los libros son criaturas paradójicas que andan de mano en mano, y que, pese a los años, siempre terminan por acomodarse en el corazón de alguien.
Imagino que están llenos de feromonas que únicamente afectan al lector que ellos andan buscando; van por ahí rociando al mundo de su ser hasta que encuentran a su cada cual. Y así te topas con Moby Dick, con la Bovary o con Justina. Depende el apetito. Pero ellos te eligen. De manera inesperada y sin que andes en la búsqueda. Las cosas suelen ser así. Porque los libros son lo único que puede llenar tu cabeza y tu corazón sin partirte la madre. Aunque claro, las que te lo rompen todo son esos mensajitos que plasmamos los dueños primeros. Una vez me topé con una antología de Neruda que en la primera página tenía el mensaje “¿Te casas conmigo?”, yo creo que la respuesta fue negativa, y si no, entonces la dueña fue muy mala al abandonar ese gran tesoro. Por cierto, firmaba un tal Esteban.
Me da curiosidad pensar en dónde terminaran todos mis libros cuando muera. Me gustaría creer que los atesorarán mis nietos. Sin embargo, puede que todos ellos terminen en una librería de usado. También me inquieta pensar en todos los libros que he regalado. Pienso que todos aquellos que fuimos, y que ya no somos, estamos dispuestos a perder la memoria física de los libros que nos recuerdan a ese quién que fue y no será más: incluso cuando se trata de amistades fallidas o de títulos errados. Todos tendemos a darle otro rumbo a las cosas para evitarnos el dolor y la fatiga.
Si alguna vez encuentran un libro firmado por mí, piensen que lo escogí con mucho amor y esmero para alguien. Ojalá que el libro sepa elegir bien, porque si por alguna razón el dueño original lo despidió, significará que fui yo quién no supo encontrarle casa.
Agradecemos a la Librería Bibliofilia por las facilidades para la sesión fotográfica de esta columna.
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