Cuando éramos niñas le sonreíamos a mi mamá cuando se iba al trabajo hasta que pasaba por unos árboles lejanos y volteaba y agitaba su mano para enviarnos besos. Siempre iba de uniforme y era tan blanco que parecía como los ángeles que pasaban en la televisión o los que imaginaba cuando nos hacía rezar. Cuando llegaba, por la tarde, nos contaba de sus pacientes y de cómo los había cuidado y entonces todas las enfermedades que existían en el mundo parecían tener cabida en sus palabras pero también todos los remedios y las risas: si nos caíamos bromeaba con nuestras heridas diciendo que por ahí se nos saldría el corazón. A través de sus relatos entendí que la ficción no era ajena a lo real y que las Sherezade no se dan en macetas.
Sherezade por Gabriela Cano
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