Cuando era niña moría por aprender a cocinar. No cómo los reality shows de ahora sino cosas sencillas: un licuado de plátano con chocolate y sopa de fideos. En mi imaginación, la estufa era una señora con la que uno iba a platicar mientras preparaba los alimentos y dependiendo de qué tan bueno estaba el chisme así quedaba la comida. No era gratuita la idea ya que Mamá hablaba mientras nos preparaba algo. Iba soltando de poquito las recetas, como para sí misma, pero también decía cosas que le pasaban y que ya no quería volver a comprar como un queso que no estaba tan bueno o así. Ahora, con mi Abue enfermo, a veces cocino. Voy memorizando las palabras de Mamá cerca del fuego doméstico y las replico. Trato de preparar lo que le gusta aunque casi siempre me queda sin sal o así parece porque lo veo arrastrar discretamente el salero. Me da más ternura que nada ese gesto. Cuando despierta con mucho dolor casi no hablamos y casi no quiere ver a nadie así que hago el desayuno en silencio. Le digo al sartén que se caliente y a la cafetera que hierva para que nos apacigüe.
Shiv’ah por Gabriela Cano
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