Se me están acabando las ganas.
Las desgraciadas ganas de correr de tras tuyo.
El martirio de tantos vacíos, de tantas fallas, de tantos lamentos.
Crudamente hoy declaro que ya no importa, que mis brazos se dejan llevar con el viento, que mi falda es más corta, que mis palabras surgen igual que el silencio.
He aprendido de tu indiferencia por forjar mi carácter que este término por cultivar con rabia el coraje, como quien no quiere rendirse, pero se ha quedado sin fuerzas, sin balas, ni escudo. Me arroje una y mil veces a la prueba egoísta de la locura del amor, que mis ojos se congelan con el invierno adverso de cada lagrima derramada.
Me acostumbre a ese abismo, a ese pudor del dolor que me explotaba en el pecho.
Decidí dejarme llevar con destellos de esperanzas rotas, de puños cerrados esperando golpear el sigilo de tus huellas. Mi corazón dejo las puertas abiertas, solo se fue a dormir. La piel se me enchina con el roce de la soledad que antes quemaba mi esencia sensible a la luz que deslumbraba el foco roto del espejo. Solo deje de caminar. Caí sobre recuerdos, sobre navajas sin filo, en orgullos pobres, en sonrisas gastadas.
Tengo rasguños que no sangran, moretones que no marcan mi piel, pero pulsan, pero pierdo fuerza. Simplemente dejé de intentar, de probar, de tantear tu amor que llega a destiempo. Deje de ceder ante tu constante necesidad de atención.
Ante tu insolencia, tu invulnerabilidad, tu terquedad. Me desplome ante el desprecio, la miseria, el desconsuelo.
Perdí el significado, el sentido a la lucha deshonesta, el desabasto de cariño reprochado.
Me vi cruzar la puerta con las botas negras y la falda que tanto me gusta.
Me dije adiós. Se me acabaron las ganas de todo…
De todo este amor.