“Que chinga me voy a parar hoy” pensó. Se sentó en el borde de la cama y contempló la nada, meditativo. Volteó y vió el bulto que se inflaba y se desinflaba bajo una cobija: su vieja dormía. Caminó al baño y vió su reflejo en el espejo, siendo un acto tan automatizado que desconoció a la persona parada frente a él. Ya no tenía tiempo de bañarse, debía prepararse rápido. Ayer solo habían comido tortillas duras y unos restos de frijoles que le regaló Pepe, el de la rosticería. Tomo un peine y acomodó eso que alguna vez se llamó cabello, relamiendo un conjunto de largos pelos sobre la calva brillante y morena.
Se enjuagó la cara y tomó el bote de pintura blanca que había comprado en el tianguis, donde le aseguraron que no era tóxica y se la podía embarrar hasta donde le alcanzara la imaginación. Empezó por la frente con movimientos circulares y continuó a lo largo de la nariz, los cachetes, hasta llegar a la barbilla. “¿Cual pinche prieto, papá?” se dijo orgulloso. Regresó al cuarto todavía oscuro y su vieja seguía roncando. “Esta huevona bien chingona, y uno aquí, bien gracias”. Tomó una bolsa de plástico que estaba sobre la mesa roja de la Coca que usaban como comedor y sacó una pequeña envoltura de celofan. Dentro de la envoltura una forma semiesférica, desgastada y teñida de rojo: la nariz que le daba vida a su personaje.
De nuevo frente al espejo se acomodó la nariz sobre la nariz. “Las mamadas que tiene que andar haciendo uno pa’ tragar chingao. Ni pedo”. Escuchó movimiento en el cuarto, era su vieja. Se recargo sobre el marco de la puerta del baño y la observó parada al lado de la cama con una playera desgastada del PRI que le llegaba hasta las rodillas.
– ¿Qué vamos a comer hoy, Joaquín? – Dijo ella.
– No estés chingando orita, ya casi me voy y a ver pa’ que sale.
– Pues ojalá y no sean pinches sobras de rosticería, cabrón.
– Uy, ¿pues qué quiere comer la patrona? ¿Caviar? No chingues.
– Ya ándale, que se te hace tarde para irte de limosnero.
– Cabrona, síguele y a ver que tragas.
Abrochó una cangurera desgastada debajo de su prominente barriga y tomó las llaves que estaban sobre la mesa. No se despidió de su vieja y salió a la calle.
El sol de la mañana brillo reflejado en la calva morena que emprendía su camino. Aún le quedaban unos restos de vergüenza cuando alguien lo volteaba a ver, y más aún, cuando era algún conocido. “Pinches chismosos, les viene valiendo madres” se decía. Recordaba la primera vez que lo había hecho. Había empeñado un radio Phillips que se había sacado en una rifa de la iglesia para poder comprar la pintura, la nariz y algo de comer. Recordaba perfectamente haciendo la parada a la ruta 76 en plena hora pico sobre Corregidora, a la altura del Tepe, su barrio. Se repetía como mantra “Nadie sabe quién eres, tu nomás di lo que preparaste y estira la mano pa’ que caigan las monedas.” Hoy, varios meses después de ejercer la profesión, le parecía algo más cotidiano, una forma rápida de ganar dinero y no estar bajo las órdenes de nadie. “Yo aquí soy patrón” se decía siempre que se quedaba dormido con un poco de resaca, culpa de las caguamas que engullía alegremente con sus camaradas.
Al llegar a la Parroquia del Santo Niño de la Salud, la calle empezaba a generar esa vida matutina que mueve todos sus engranes, en la que cientos de personas somnolientas esperan paradas la llegada de su Mercedes de 40 plazas y los comerciantes levantan las cortinas metálicas de sus negocios. Miradas pérdidas en la nada, cabezas bajas viendo la pantalla de un celular, manos levantadas deteniendo el trote incansable del autobús que se avecina.
Era un fiel creyente del azar, de lo no planeado. Cada día tomaba el primer camión que veía a lo lejos y lo detenía. Una vez arriba, se hacía de un público anónimo que no había requerido formar parte del número. Algunos lo recibían con sonrisas, otros más, extraviaban la mirada por lo ventana con un par de auriculares en la oreja.
– Muy buenos días queridos pasajeros, espero no molestarlos y mucho menos incomodarlos con mi presencia en su viaje del día de hoy. Pero la vida nos puso juntos en este camión, por lo que es motivo de esta gran sonrisa. – Sonreía con una dentadura amarilla, chueca y triste.
El tiempo transcurría más lento mientras trataba de entretener al público, entre empujones de los nuevos espectadores que abordaban a su teatro andante y los fuertes tropiezos que daba cuando el camión frenaba. Todo era una mezcla de técnica y concentración, donde sostenerse del tubo y continuar con su número era el equilibrio perfecto de mente y cuerpo.
Sentía las miradas, unas comprensivas, otras de lástima, pero nunca podía sostenerlas. Se avergonzaba de ser un “pinche payaso pelón, panzón y prieto”, como le decía su vieja. Su acto, parte motivacional, parte chistosa, según sus palabras, lo había preparado con ayuda de su amigo el Güero, acérrimo lector del TV Notas y el periódico Impacto.
– Mira carnal, digas lo que digas, a la gente le va a valer madres. Piensa cuando viajas en camión ¿cámara? Vas sentado y toditito te vale madres, bueno, a menos que se suba una mamita pues ya pones atención, pero de ahí en fuera, no te fijas en ni madres.
– Pues si cabrón, pero tampoco me voy a subir a decir cualquier mamada.
– Pus orale, vamos a chingarle a ver que se nos ocurre, pásame la caguama.
Pocas veces la gente se reía de sus chistes. Siempre, al terminar cualquiera de las bromas planeadas, él emitía una risa bofa, clase de invitación para que la gente se riera, aunque fuera de lástima. Reconocía que no era chistoso, que no tenía ni una pizca en todo su cuerpo de encanto para ser payaso. “No hay pedo mientras las monedas suenen”.
Terminó sus líneas como otras 487 veces. Caminó por el pasillo volteando a ver a los pasajeros con esa sonrisa fingida en su rostro estirando la mano. Sentía el tacto ácido y frío de las monedas, mientras mascullaba diversos agradecimientos: “Dios se lo pague, madrecita”, “Que Dios se lo multiplique, jóven” y todo aquello que recompensara de manera celestial los pesos que la gente le daba.
Tocó el botón naranja para hacer la parada y agradeció con un grito al chofer mientras bajaba. Volteó y una luz cegadora lo envolvió. El sonido de sirenas y una multitud curiosa rodeó el cuerpo del payaso.