Cuando era niña de forma secreta me iba a dormir al baño. Me acostaba en el tapete y hacia una siesta que normalmente terminaba porque alguien tocaba la puerta en busca de saber que tanto hacia ahí adentro. Nunca supe dar una respuesta a ese hábito de estar junto a las paredes húmedas y viejas de ese sitio con olor a jabones y un ambiente similar al de las albercas. Muchas veces pensé que disfrutaba su silencio. No importa que se usaran para lavarnos o para ser testigos de nuestros desechos no podía encontrar en la casa un lugar sin ruido como ese. Cuando Mamá se dio cuenta no dijo nada pero su cara de extrañeza me hizo conocer que hay cosas en los otros o en nosotros mismos que nos producen cierto escozor. Con eso también descubrí que hay cosas o situaciones frente a las cuales nunca tendremos una explicación total. A veces sólo tendremos añadidos más oscuros de los que quisiéramos para intentar respondernos. Hemos de completar con imaginación nuestros relatos. Haremos de todo darle lógica a nuestros actos pero, es posible, que el secreto y las verdaderas razones de los mismos siempre estén latiendo en el sin sentido. Igual que cuando nos sorprende algo que no pensaríamos. Me acuerdo de la forma en que me sentía porque los bichos de la casa en donde me mude murieran. Empecé a encontrarlos regados en los sitios más cercanos a una puerta o ventana. Como si hubieran querido huir. Imaginaba sus trayectos desesperados hacia las salidas y el alevoso olor del insecticida del vecino entrando por sus cuerpos minúsculos. Luego los recogía pero para entonces ya estaban secos. Pensaba que el jardín era un buen cementerio. Los dejaba ahí. Unos minutos después siempre desaparecían. No imaginaba que algo más pudiera comerlos. Pero así debe ser porque siempre hay predadores. Un gato callejero, una gaviota los habría digerido y metido a sus panzas y quizá vivirían ahí como Jonás vivió en una ballena. Cuando leí un libro de Nettel (Pétalos y otras historias incómodas) que hablaba de historias parecidas a las que cuento no lo podía creer. Sentí, desde entonces, que la incomodidad es algo de lo que estamos seguros. Es algo familiar y siniestro porque se repta desde la cotidianidad y el delirio. Nuestros gestos, nuestros estornudos, nuestros olores, nuestra forma de masticar. Eso me hace pensar que compartimos una tradición ancestral para el extrañamiento. Quizá también somos los insectos huidizos de alguien. Quizá también vivimos en la panza de una ballena como Jonás.
Somos incómodos por Gabriela Cano
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