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– Hola, Luna. ¿Me puedes dar una lágrima? – Lúi la miró expectante mientras él sonreía. En sus patas sostenía una libreta abierta en una página con marcas de crayón rojo y en su espalda una mochila morada cuya base estaba raída por la constante fricción del suelo y cubierta de piedra caliza. El pequeño conejo era un copo de nieve en medio de un obelisco rodeado de unas ruinas devoradas por el tiempo cuyo antiguo esplendor era capaz de asombrar a los cometas que perdían su rumbo antes de olvidar su capacidad de brillar. Sus pilares y muros yacían rendidos esperando convertirse en polvo mientras la naturaleza, con sus largos brazos de ramas y hojas, los cubría para borrar de la superficie los diferentes nombres de ella que nadie recordaba.
Del silencio nació una ráfaga de aire que descendió como lluvia poseída por la ira de una tormenta. El pequeño sintió la fuerza eólica que lo empujaba hacia el piso, estrujó con sus patas la libreta y tensó su pequeño cuerpo para mantenerse en pie, siendo sus orejas largas las únicas que cedieron. Una vez que el viento se tranquilizó, se escuchó una trompeta cuyo sonido gutural hizo temblar a toda la colina: se parecía al rugido de una gran bestia que cualquiera podría confundir con un depredador. Lúi dejó de sonreír para cambiar de página en su libreta, prestó atención en una oración que le costó trabajo leer, volvió a mirar la luna y su sonrisa regresó.
Al momento de que el silencio volvió a cubrir las ruinas, ésta había descendido y abrió el único ojo cuya iris reflejaba el color del cielo sin estrellas. Miró a todas las direcciones tratando de encontrar la causa de su despertar, siendo en el obelisco, que alguna vez fue su reflejo, donde encontró a la pequeña criatura. Se percató primero de la sonrisa que mostraba todos los dientes; después observó en su pelaje algunos rastros de tierra, raspones en sus patas traseras y el rostro, cortadas que apenas sangraban en el pecho y un moretón visible en la frente que la blancura que lo cubría no pudo ocultar. A pesar de las heridas, no impidió notar que en los ojos del pequeño ser destellara un brillo de sorpresa y esperanza, causando las largas orejas estuvieran en alto. La luna cerró el ojo y se movió de izquierda a derecha.
– ¿Una de mis lágrimas? – Un aire helado recorrió cada rincón del lugar derrumbado por la decadencia, provocando que la vegetación del olvido bailara en melancolía. Los muros decorados con esculturas de su imagen en todas sus fases se hicieron polvo y los arcos, con imágenes de su ojo, se partieron en dos para nunca más volver a ser atravesados. Se oyeron las palabras en toda la colina y a oídos de Lúi. Para la sorpresa de él, fue que la luna no poseía una boca y su voz era la de dos personas hablando al mismo tiempo: una susurraba y otra se parecía a la de su padre cuando le prohibía hacer travesuras.
– Sí, una de tus lágrimas. – Lúi parpadeó varias veces sin dejar de sonreír. La luz lunar era más resplandeciente y el conejo intentó mantener los ojos a la luna hasta que un par de lágrimas brillaron al bajar por sus mejillas. Pasó una de las patas para limpiarlas y volvió a subir la mirada. La luna parpadeó con parsimonia, observó a Lúi y disminuyó su brillo.
– Había olvidado que no puedo estar tan cerca de ustedes. Perdí en mis recuerdos el último día que se acercaron a mí. Nunca entendí las razones que invaden sus sueños para abandonar sus creencias y olvidar a quienes los protegen. Fue hace tanto tiempo que dejé de buscar la respuesta de abandonar este lugar que alguna vez consideraron sagrado. – La luna miró hacia arriba, acudiendo a sus recuerdos. – Antes, este era un templo dedicado a mi veneración porque creían, con fe inquebrantable, que era alguna clase de dios que los protegía; ese era mi antiguo deber que decidí al momento que desperté. Aún sin ser una divinidad, recuerdo que en todos los inviernos se reunían a esta colina para entregarme flores muy hermosas y sacrificios; todo para conseguir una de mis lágrimas, que creían, les traería buenas cosechas. Nunca se las di por esos motivos, lo hacía en agradecimiento por hacerme compañía. Dejaron de hacerlo y este templo se ha convertido en el actual reflejo de sus vidas. Y ahora, tú, un ser pequeño, ¿acude a mí pidiendo lo único que puedo poseer después de estos años en soledad?
– Sólo necesito una. – Lúi rompió el silencio después de oír a la luna sin dejar de mostrar su sonrisa. Cambió de página en su libreta, se detuvo hasta que encontró la que tenía círculos de color azul y volvió a tener dificultades para leer algunas palabras. – Aquí dice que no pienso quedarme con la lágrima. Es un regalo para el guardián del Bosque Dulce.
– ¿Qué fin tiene regalarle a este “guardián” algo tan preciado para mí? Desde mi primer recuerdo al despertar, supe que el cristal proveniente de mi ojo era un mensaje de mi creador de que aún se encontraba cerca de mí. – Un pequeño temblor se sintió en el lugar, siendo los escombros los únicos que cedieron a la voluntad de la tierra en movimiento. – He olvidado el uso que le dieron a mis lágrimas y decidí no querer saberlo más. Retírate.
– La necesita para ver en la oscuridad. – Lúi sintió un viento suave que volvió a empujarlo hacia las escaleras de piedra que daban hacia la salida de las ruinas. Dio varios pasos para colocarse nuevamente al centro del obelisco. Cerró la libreta, abandonó su sonrisa, un rostro preocupado apareció en su lugar, sus orejas y bigotes cedieron a la gravedad. – Tiene miedo a la oscuridad. Me dijo mi papá y sus amigos que sólo ante la luz de tus lágrimas, el guardián del bosque pierde el miedo… por eso necesito sólo una. Así nos dejará entrar al bosque donde está la Estrella de la Colina y yo pueda cumplir mi deseo.
La luna volvió a mantener la mirada fija en Lúi. No parpadeó por largo tiempo hasta que lo cerró. Desde el cielo se escuchó un quejido: algunas hojas de los árboles cercanos se soltaron de sus ramas aún frescas, su color verde desapareció al tocar la tierra y se convirtieron en polvo. Algunos muros de las ruinas se desplomaron debido a cortes perfectos en los bloques de roca que los conformaban. Del suelo se elevaron pilares sin que soltara una pizca de tierra y del cielo se apagaron algunas estrellas.
El pequeño conejo volvió a alzar las orejas y a sonreír al ver lo que ocurría a su alrededor. Recordó que había escrito acerca de esos fenómenos porque el amigo de su padre le había insistido en que lo anotara. Buscó entre las páginas de la libreta y se detuvo en una página de color roja. Leyó que los pilares eran una buena señal: aquellos que solían recibir el agradecimiento amarillo de la luna, regresaban a sus casas con tierra perfecta para construir sus casas.
La luna abrió el ojo y una mirada azul obscuro se posó en Lúi.
– Para que salgan debo recrear aquella tristeza que presenciaba a la hora de los rituales. Ahora, he olvidado cómo llorar. Todos estos años durmiendo, ha provocado que mi llanto sea como la arena de una playa cuyo mar fue llevado por el viento y que jamás regresó. Venir a estas tierras, que no son aptas para los tuyos, no cumplirá tu deseo. Olvida mis lágrimas y ve a donde ellos te esperan. – Una vez más el viento sopló y empujó a Lúi con intenciones de llevarlo lejos de las ruinas. La luna cerró su ojo, su brillo se intensificó y el sonido de las trompetas comenzó a escucharse.
– Espera, dijiste que te traían regalos ¿verdad? – Lúi volvió a colocarse al centro de la plataforma ceremonial con dificultad y alzó una de sus patas para cubrir sus ojos. – Si lo haces, te traeré una manzana del bosque. ¡Son mis favoritas! Primero saben a chocolate, después a la fruta que a ti te gusta, la mía es la fresa y al final saben a manzana.
La luna escuchó el ofrecimiento de Lúi, buscó en sus recuerdos la última vez que había comido uno de aquellos frutos. Quiso contar los años desde la última ofrenda que recibió y se preguntó si la manzana que mencionó el conejo, la había probado con anterioridad cuando ella era un astro recién formado. Abrió el ojo, convertido en carmesí, disminuyó su brillo hasta permanecer completamente blanca y el sonido de las trompetas cesó.
– Vi la semilla del primer árbol caer del cielo. Fue un ejemplar que dejó de existir para que otros árboles crecieran y dieran su fruto. La manzana de la que hablas he olvidado su sabor. – El viento que llevaba sus palabras se transformó en una brisa tranquilizadora que acarició a Lúi. El ojo de la luna se cubrió de color amarillo y la pupila se fijó en él
- La lágrima es tuya si logras invocarla.