– ¡Papá! ¡Luna me dio su lágrima! – Lúi dejó la puerta de su casa abierta de la emoción. La poca luz que entró al recinto, compuesto solamente de un comedor y un cuarto, iluminó el pelaje gris opaco de su padre quien tenía en sus ojos el reflejo de cansancio. A pesar de ello se levantó de su sillón, mostró a Lúi la más tierna de las sonrisas y lo abrazó.
– ¡Te felicito, hijo! – El color gris de las mejillas obtuvieron la coloración rosada de los conejos cuando están felices. – Pero mírate, estás lastimado.
– Estoy bien, papá – Lúi pataleó de la emoción. – ¡Te dije que podía yo solo!
– Nunca lo dudé, hijo. Tienes la fortaleza de tu padre. – El padre de Lúi se movió con dificultad hacia él y una vez que estaba cerca le colocó una pata en la cabeza para acariciarlo y demostrar su orgullo.
“Déjame tocarla.
Lúi acercó la lágrima a las patas temblorosas de su padre. Al tocarla, su cuerpo se inmovilizó y sus ojos quedaron estáticos. Lúi empezó a reírse al ver el estado contemplativo de su padre; siempre se comportaba de esa forma cuando él le llevaba insectos raros que encontraba en el jardín o piedras con formas de calamares y pulpos. Se acercó a él y se percató que lloraba, las lágrimas brotaban como si provinieran de un manantial que nunca había sido contemplado por las estrellas.
– ¿Te duele algo, papá? – Lúi abandonó su risa y se acercó para sujetarle el brazo.
– Sí… estoy bien… – Habían llegado a su mente imágenes de un incendio que todas las noches trataba de reprimir, pero siempre fracasaba. Las patas empezaron a temblar aún más y dejaron de sostener el objeto lunar que hizo un sonido acuoso cuando cayó al suelo. El padre de Lúi meneó la cabeza, cerró los ojos, se acarició los párpados y respiró hondo. – Recordé a tu madre…