Empezó una tormenta que arrancó de raíz varios árboles del bosque. Terremotos sacudieron la tierra y rasgaron su corteza. Nubes negras con ojos inyectados de sangre oscurecieron la bóveda celeste y cayeron relámpagos de fuego que despertaron a los muertos.
Lo único reconocible de Lúi fue su sonrisa: estaba hecha de colmillos con ojos carmesíes en las puntas que incineraban todo cuando estuviera en su voluntad. Su cabeza era una colosal masa de carne palpitante cubierta de tentáculos con bocas donde salían cometas de hielo. Su cuerpo se convirtió en una torre de hueso cubierta de espinas que emitían un gas verdoso que formaba nubes corrosivas que derretían todo lo que se encontraba cerca. Sus ojos fueron reemplazados por un par de agujeros negros donde salían pequeños conejos sonrientes de pelaje negro, cuya risa provocaba que los árboles murieran al instante y crecieran en su lugar espinas moradas que emanaban sangre fresca.
– ¡Levántate, Umankrazón! Mira a tus servidores con sangre en los labios para proclamarte nuestro señor. Te servimos en este mundo que es ahora tu dominio eterno. ¡Que tú seas nosotros y llévanos a la eternidad de tu sombra! – Todos los encapuchados y el viejo conejo se arrodillaron ante un dios liberado que destruía y creaba con el sólo hecho de existir.