El café del desayuno tiene un sabor amargo, como cuando no tengo ganas de beber nada. A la mitad del bolillo se le cae un pedazo de jitomate.
Por un momento pienso que la vista hacia el cerro se vería mejor sin el rotoplas de la casa del vecino.
Las canciones de norteño se escuchan a lo lejos, el vecino del 362 siempre las escucha a la misma hora.
A las 2 de la tarde trato de dormir y la bocina con la canción del panadero retumba en las ventanas de mi cuarto.
La tarde está cordial para salir a pedalear por el boulevard un rato, el viento en mi rostro es lo mejor.
Las nubes alrededor del cerro parecen algodón de azúcar, tan rosas, tan azules, tan bellas, me gusta contemplarlas y por un momento, imaginar que me las como, las saboreo contenta.
La noche se siente bohemia y el aroma de café inunda la cocina.