Las plantas de mi casa murieron. Para tenerlas compré unas macetas y un costal de tierra y finalmente espere que se adaptaran a su nuevo hábitat de la misma forma en que yo lo hice. Las trasplanté un martes por la tarde. Cada una recibió su nuevo lugar con agua fresca y con un poco de sol. Todo parecía normal. Pero dos semanas más tarde a pesar del riego y las palabras que, a consejo de Mamá, debía darles comenzaron a secarse. Ni el agua, ni los baños de frescura nocturna las aliviaron. Busqué en un libro la razón de su agonía y justo era que las había separado. Las suculentas son una especie que si está en grupo condiciona sus estados para asegurar la supervivencia de todos sus miembros. Siempre me han parecido una especie maravillosa. Con sus raros pétalos como dedos de niños. Con su coloración entre opaca y lúcida. Con su resistirse a que las gotas del agua las penetren. Cualquier cosa venida de un desierto tiene una marca de evolución que abruma porque parece que lo vivo, frente a nuestros ojos, es un vestigio de que no nunca comprenderemos el origen. Una maceta para cada una, eso quise darles. Pero ellas no necesitaban eso. El otro, puede que sea cierto, también es una duda que aguarda ser despejada.
Suculentas por Gabriela Cano
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