A mi asombroso amigo Archival, con el más sincero y
fuerte cariño. Horas y días calurosos de mi vida.
Repasaba la ecuación sobre “Los equilibrios de una estrella”, con el libro abierto en medio de su cama sin hacer, las sábanas construían caminos de laberinto que ocultaban, extraviadas, las plumas y las migajas de borrador. Miraba y mentalizaba la fórmula, leía: “… la estrella está en equilibrio hidrostático de fuerza gravitacional y fuerza de presión cuando la fuerza total ejercida por ambas fuerzas es cero”. Razonando el enunciado, se golpeaba suavemente los labios con la goma del lápiz y lanzaba una mirada vacía y desolada por la ventana, el cristal dejaba ver cuánta noche había detrás y cuántos puntos luminosos esperaban al acecho de su asomo.
La incertidumbre le impedía concentrarse, estaba seguro que aquella tarde, los Hados le habían elegido para revelarle el indefinido secreto de lo que no sabemos que existe, y no había algo que sustentara lo suficiente para demostrar lo contrario. Le habían regalado el honor y el mayor de los prestigios: mirarlos, conocerlos, saber que viven, que existen. Se habían revelado para él. Esa tarde su cuerpo por unos instantes había experimentado un éxtasis casi divino, la realidad se había unido con la imaginación de lo inexistente. Ellos le habían hablado.
Volvió al enunciado: “…una tercera condición de equilibrio concierne a la producción de energía en la estrella, se define el coeficiente de producción de energía en la estrella por unidad de tiempo y por unidad de masa…” Aturdido y ya sin ganas de mucho, giró la cabeza y repasó su habitación: las paredes eran blancas y de la ventana caían cortinas sin encaje, con nochebuenas de serigrafía y hojas rojas, entre cuadros grandes. Había un sillón, justo frente a la ventana, con bordados de pana color verde agua y una lámpara en forma de bandeja con luz opaca colgaba desde el techo. Del lado de la cama, el armario con las puertas cerradas era de madera clara de un tono cobrizo y en una mesa junto al sillón, estaba un arete en forma de cruz. La cama era pequeña y la almohada no tan cómoda. Descansaba un telescopio negro en tres pies del otro lado del sillón, apuntando al infinito. La mochila y sus cuadernos aventados en el piso, cerca de la cama y sus zapatillas también tiradas en medio del cuarto. Frente al armario, en la pared, un cuadro enmarcaba a Ryujín, el símbolo de las fuerzas oceánicas.
Vencido cerró el libro y puso el lápiz en el centro a modo de separador para su próxima visita al formulario, estaba exhausto y el sueño le había llegado hasta las ideas. Puso sus notas y demás cosas en el suelo, olvidándose hasta de limpiar los restos de goma; se acostó sin almohada con la vista hacia arriba y sus pensamientos volaron unos con otros como mariposas de una sola ala. Algunas mariposas se posaron con dificultad en el telescopio, otras en el sistema solar colgante y unas cuantas más en Xiuhcóatl, el dragón con piel de
plata y ojos verdes hechos de esmeraldas, que permanecía inmóvil dentro de una cajita de vidrio, al ras de la ventana, mirando fijamente al manto estelar; Xiuhcóatl, la última figura de su colección de dragones. La ventana estaba abierta y suavemente, en medio de la quietud y el calor de su habitación, un ligero soplo de aire gélido le llegó hasta las mejillas, las cortinas se levantaron como banderas por un momento y él tiritó. Era mayo y, perturbado por el viento helado, se levantó de la cama para cerrar la ventana y siguió cavilando en su cabeza; debía acreditar el examen de astronomía, faltaba poco tiempo para la prueba, no entendía aún mucho, los Hados le habían hablado, no sabía qué quería realmente, la ecuación de las masas estaba mal, mañana debía levantarse temprano, tenía sed, no había dormido lo suficiente, el profesor de física no explicaba bien, sus compañeros de clase eran de mal gusto, su ciudad era fea, quería irse lejos, los Hados le habían hablado…
Permaneció mirando por la ventana, olvidándose de cerrarla, el viento bailaba con sus cabellos rizos y las estrellas se reflejaban en sus ojos. El aire era cada vez más fino y sentía helarse hasta las pestañas. Entre tanto frío comenzó a sudar y a sentir que su cuerpo se congelaba, extrañado, aunque no tanto, pues ya esa misma sensación lo había invadido cuando los Hados se habían comunicado en él. Miró al cielo una vez más, un fenómeno inusual se desencadenaba en la negrura iluminada del firmamento.
Vacilante, sacó presurosamente de su mochila un libro maltratado que titulaba Cosmos. Desesperado, buscó entre las páginas aquel fenómeno que seguramente ya había conocido antes, leyó: “…las supernovas son estrellas que explotan liberando en el espacio parte de su material. Durante un tiempo variable, su brillo aumenta de forma espectacular. Pareciera que ha nacido una estrella nueva… Una supernova es una estrella que aumenta enormemente su brillo de forma súbita y después palidece lentamente, pero puede continuar existiendo durante cierto tiempo, la explosión destruye o altera a la estrella… Las supernovas son mucho más raras que las novas, la explosión de una supernova es muy destructiva y espectacular y mucho muy rara, esto es poco frecuente en nuestra galaxia, y a pesar de su increíble aumento de brillo, pocas se pueden observar a simple vista…”. Dejó el libro y sorprendido de lo que acababa de leer, sintió la emoción correr por sus venas, ese fenómeno era su pase directo a la facultad de astronomía, era perfecto, sin duda un maravilloso golpe de suerte.
Se dirigió al telescopio, cada segundo sentía su cuerpo más ligero y su vista era cada vez más confusa, trató de enfocar el aparato óptico hacia el astro en explosión y tomó su cuadernillo de notas. Ofuscado prosiguió a escribir las primeras formas de lo que sería un documento clandestino y, en medio del estupor por el frío que ya lo paralizaba, se desmayó.
Voces en eco alrededor de su cabeza lo despertaron, le llamaban por su nombre y sus sombras frías le rozaban la cara. Eran ellos otra vez. Se incorporó extrañado, pero consciente, su alrededor era oscuro, se encontraba en medio de un abismo negro sin principio o fin alguno, la
habitación había desaparecido, sólo quedaba frente a él su telescopio y, aún, en lo alto de ese abismo inexplicable, la explosión que antes había atisbado en la bóveda celeste. Escuchaba su nombre, lo llamaban de ningún lugar y de todos lados, giraba sobre sí mismo para definir el punto de orientación. Su cuerpo seguía helado, pero ya no sentía frío. En indiferencia sosegada, caminó en medio del negro espacio y se dirigió al telescopio, apuntó nuevamente a la supernova como si supiera que ese era el único propósito por el que ahora se encontraba ahí, pero ahora no tenía donde anotar y en realidad eso no importaba ya. Miró a través del lente y a lo lejos, en medio de aquel caótico baile de luces estaba él mismo, desnudo, rodeado de infinitos puntos estelares.
Atemorizado y estupefacto echó pasos atrás alejándose del telescopio. Dudoso y con lentitud se observó las manos y el resto de su cuerpo, sólo para asegurarse que aún llevaba puesta su ropa, únicamente de lo que no estaba seguro, era de lo que había visto arriba: la explosión parecía ser continúa y un estado del ser que la hacía existir. Se tocó el cuerpo para comprobar que era un ser de carne y hueso y trató de recordar lo que debía hacer al día siguiente para saber que tenía un propósito en donde quiera que se encontrara: aprobar su examen de admisión en astronomía. Se esforzaba en racionalizar su propio estado del ser en medio del universo y el abismo negro en el que se encontraba, cuando escuchó nuevamente su nombre, más claro, más fuerte y frente a él.
La voz le envolvió todo el cuerpo y él temió. Cerró sus ojos fuertemente aferrándose a la idea falsa de que todo era un sueño y no tardaría en despertar, pero la voz penetraba directamente a sus oídos, a su cerebro y a sus ojos, demostrándole que no había nada que fuera sueño, ahí y ahora; le volvía a llamar por su nombre. Él sin saber más qué hacer, para librarse de aquel letargo, decidió responder y se acercó al telescopio para observar nuevamente la supernova pues el llamado ya desde antes directo, había salido de ahí.
Miró de nuevo por el lente y ahí estaban los Hados, eran ellos quienes lo llamaban, seres sin forma aparente, bañados en sol, brillando en medio del espacio y la luz de la estrella en explosión. Al instante una sensación de quietud lo invadió, ya no sentía nada, no sentía temor, no sentía alegría, todo era como el vacío. Poco a poco fue acercando y aumentando la vista del telescopio para darse cuenta que los puntos que parecían ser la explosión estelar de la supernova, eran los Hados quienes una vez manifestados ante él, partían impetuosos desapareciendo en medio del universo luminoso.
Cuando hubo terminado aquel lumínico espectáculo, del interior de aquella supernova, quedó suspendido un último punto blanco que comenzó a tomar forma. Empezó a girar como serpiente espacial sobre sí mismo, y cuando estuvo listo, nació. Él miró nuevamente a través del telescopio y lo vio. Era Xiuhcóatl, le había llamado todo el tiempo, era él quien lo quería.
Al ver a tan majestuosa divinidad, no existió ninguna palabra que describiera el asombro, el sentimiento y el estado que le invadió en ese momento. Permanecieron observándose en la
lejanía dimensional que los separaba, Xiuhcóatl con sus ojos verdes esmeralda y él con sus ojos de hombre a través del lente.
Xiuhcóatl con su piel escamosa parecía ser de perlas marinas; su cuerpo serpenteado, era como un roble blanco. En la punta de su cola una luz azul brillaba impasible como una luna, sus ostentosos ojos eran realmente como dos esmeraldas finas, su boca fiera no daba temor y las alas plateadas colosales tras su espalda, descansaban como montañas inamovibles.
Rubén se apartó del telescopio y se dio cuenta de que podía ver a Xiuhcóatl pese a la dimensión abismal que los separaba; desde el infinito, el dragón lo miró fijamente, extendió sus alas y le sonrió. Sin reparo el dragón de alas plateadas voló a una velocidad inalcanzable directo a los ojos de él, se le podía ver como una flecha, como un meteorito, y cuando estuvo frente a él, en medio de aquella penumbra espesa, rodeados de infinitas estrellas, el dragón cerró sus ojos y como una serpiente envolvió a Rubén por completo. Le susurró: – Tuyo por siempre – y se fundió con su alma. Rubén siguió mirando las estrellas en el cielo, sus ojos habían cambiado de color, lloró inexpresivamente lágrimas verdes y al final también sonrió.
El abismo comenzó a desaparecer mientras las estrellas en el espacio hacían colisión. Rubén mismo empezó a desvanecerse también y, sabiendo que todo había terminado, se dijo en un suspiro:
– Al fin y al cabo sólo eso somos, “polvo de estrellas, eso, polvo estelar”
Y dicho esto, la supernova se consumó.