De niño mi mamá me decía que tenía que orar. Mi familia es cristina y ese diálogo con dios era gran parte de nuestra vida. Mi mamá insistía en que había una gran diferencia entre rezar y orar, que lo primero era sólo una repetición vacía, mientras que lo segundo era una conversación personal que el hombre establecía con su creador.
Esa idea de convertir esa charla en un asunto personal, fue una enseñanza que, hasta la fecha, me quedó marcada. Creo que yo la malinterpreté, me di cuenta de eso años después cuando descubrí que, más bien, sólo había una forma tajante de relacionarse con dios, según las creencias que me inculcaron desde niño.
Sin embargo, mi vida ha estado dirigida por una tendencia a sobrepasar ciertos estatutos. Cuando mi mamá me pedía que orara, al principio, era muy difícil para mí. Sobre todo, por el hecho de no saber con quién hablaba o a quien dirigía mis palabras. Tenía que darle forma a ese receptor, volverlo corpóreo y entrañable para que mis oraciones fueran más sinceras.
Un día, mi abuela me regaló una lámpara de cerámica. A ese objeto lo recuerdo de forma especial ya que en su base tenía unas figuras de oso pintadas con mucho detalle. En sí, se trataba de tres osos, dos pequeños y uno más grande. El mayor leía a los menores mientras estos lo veían fijamente.
Desde el momento en que obtuve esa lámpara, no podía evitar relacionar a dios con el oso más grande. Mi mamá siempre me decía que dios nos cuidaba y que debíamos estar atentos a sus palabras. Al ver al oso, al libro en sus manos y a los pequeños observándolo, mi mente se dejaba llevar, esculpía una fantasía donde dios era un oso que venía a mi cuarto cada noche y me arropaba en el abrazo de su pelaje.
Esa forma que le di a dios me ha seguido por mucho tiempo. Aun hoy en día, cuando mencionan esa palabra, mi primer referente sigue siendo el oso de la lámpara. Creo que, si no hubiera dado ese paso a concederle una figura, no hubiera empezado a ser un cristiano más ferviente en cierto momento de mi vida.
La figura del oso tiene una fuerte relevancia para mí. Comenzó con la historia que aludí en párrafos anteriores y prosigue con la llegada de Teddy a mi vida. A él me lo regalaron en mi tercera navidad y me acompañó hasta que tuve ocho años. Era un oso de felpa que, según sé, fue fabricado por poco tiempo y, por ende, era un modelo de edición limitada.
Teddy fue el siguiente paso en la transformación del símbolo del oso en mi historia. Ahora tenía a un oso más real, a una criatura suave que podía acompañarme con más cercanía durante las noches. Teddy era el nuevo dios. El siguiente escalón de la figura que mi mente creaba cuando se hablaba de ese ser divino.
Sin embargo, con Teddy también comencé a dudar de la fuerza de dios. Él era frágil e indefenso, estático y con la necesidad de que yo le diera voz y movimiento. Uno de los momentos más importantes en mi concepción de dios ocurrió cuando mi hermano, en un arranque de enojo contra mí, le cortó la cabeza al muñeco. Fue entonces cuando entendí que dios también necesitaba cuidados, que era otro ser indefenso y susceptible a los efectos del odio y la ira.
Esa revelación hizo que comenzara a percibir a dios como un igual, como otro niño oculto entre las sábanas que temía a lo espeso de una habitación a oscuras. Ahora el oso no era quien me cedía calor, más bien entre ambos nos otorgábamos un instante de calma. Dios había expuesto su esencia que era tan parecida a la humana: la inevitable carga del miedo, la fragilidad del cuerpo y el augurio, también inevitable, de la muerte.
Entender que ni dios escapaba a los delirios de la humanidad fue algo que seguí construyendo con el tiempo. Mientras crecía como un cristiano practicante, esa nueva imagen me acompañaba. Muchas veces quise negarla, quise sacarla de mi mente porque todo apuntaba a que era un modo incorrecto de percibir a dios. Pero las palabras de mi madre volvían a retumbar en mi cabeza: había que crear nuestra propia relación con él, nuestro propio modo de siempre establecer un diálogo directo y una amistad con dios mismo.
Cuando abandoné la iglesia, aunque no pudiera creerlo, no caí en confusión. Años antes, cuando cruzaba mi cabeza la idea del abandono, pensaba que era algo imposible, que de uno u otro modo iba a regresar al cristianismo porque era un aire necesario en mi vida. Sin embargo, eso no pasó. Siempre había construido, aunque en cierta etapa no fue tan palpable, un modo particular de experimentar mi espiritualidad y eso era un factor que no me ataba a una religión.
Después del abandono, comencé a vivir más mi cuerpo, ya que había sido uno de los aspectos vitales que más había negado. Para mí, el cuerpo, en mi infancia y parte de mi adolescencia, fue un lugar prohibido, un aspecto que suprimí al grado de considerarlo inmundo.
En mi nueva experiencia, en el terreno corporal y sexual, encontré una nueva espiritualidad y, al mismo tiempo, una nueva transformación de la figura del oso en mi camino.
Como casi todos los hombres homosexuales, comencé mi búsqueda por la clase de hombres que la pornografía nos ofrece: cuerpos musculosos y lampiños, lisos y sin mancha. Pero la realidad es que no me llevé bien con esa clase de hombres, incluso, puedo decir que un hombre sin vello es algo que, actualmente, me asquea.
El verdadero disfrute comenzó cuando empecé a salir con esos hombres que en el argot homosexual son denominados “osos”. En las primeras citas que tuve con hombres de esas características, no podía evitar evocar, otra vez, a mi historia con ese símbolo que me conectaba a dios y la espiritualidad, a esa esencia divina que, con el tiempo, pasó a ser más terrena.
Ahora, ese cambio de significado que Teddy y su fragilidad trajeron a mi vida, fue dotado de un nuevo sentido. En esos hombres, a pesar de sus cuerpos grandes y velludos, a pesar de su ferocidad en la cama y su gusto por prácticas rudas en el sexo, se escondía un momento de miel, un silencio inesperado en que sus cuerpos me satisfacían espiritual y corporalmente.
En ellos y con ellos comencé a vivir la nueva forma en que dios se revelaba ante mí. Eran el siguiente paso en la construcción de una espiritualidad personal, el nuevo oso divino que, ahora, me permitía hacer a dios aún más cercano a mi realidad humana.
Compartir mi cuerpo, unirlo al pelaje y las zarpas de esos hombres, ser uno en un instante de gritos y sangre era el paso necesario para seguir explorando un aspecto que, desde niño, me era fundamental y necesario.
Dios sigue siendo parte de mí. Muchos lo dudan, pero es un factor primordial en mi vida. Está atado al oso, a su cambio de ser una figura de protección a convertirse en un ser que también necesitaba ser cuidado, y de eso, a transformarse en otro cuerpo que, en el sexo, reafirma el lugar que tiene esa bestia con sus garras y su suavidad en mi vida.
Amar a un oso sencillo. Sólo se requieren años, paciencia, una lámpara en las noches oscuras, un peluche con la cabeza rota y una multitud de hombres velludos y grandes para reafirmar que lo amas.
Amar a dios es sencillo, es construir personalmente un cauce que nos permite entenderlo. Es darle una forma que, con el paso del tiempo y a pesar de todo, nos permita hacerlo cada vez más parte de nosotros, pero no como una figura que nos observa y juzga, sino como un ente cercano que, incluso, puede acompañarnos, de diversas formas, en la cama.