Todos los días son jueves
En el recorrido de la cocina a mi cuarto doy 15 pasos al frente y 12 a la izquierda. Cuido, como siempre, de no pisar a los perros… los perros que ahora practican incesto como reclamo por tenernos todo el día en la casa, y no pueden hacer lo que sea que hagan los perros en ausencia de sus dueños; subo a bañarme y evito tropezar con el azulejo roto del segundo escalón, o con el del tercero, o el del cuarto… mejor no subo a bañarme y vuelvo a la cama para hojear los 20 poemas de Neruda 20 veces más y convencerme de que siguen pareciendo buenos; que la casa esté mucho más grande y vacía porque me siento demasiado lejos de los otros tres presos que la comparten conmigo, pero no lo suficientemente grande como para no asfixiar, eso me vuelve loco.
Me levanto a las diez y media después de pasar otra noche en vela por pensar en que este será el cuarto día de las madres que estaré lejos de casa. Engullo sin ganas un tazón de cereal, listo para escuchar la misma charla de siempre sobre el nuevo reportero “estrella” en las conferencias de Gatell, los mejores Tik Tok del día anterior y la ineludible pregunta sobre cuándo acabará el encierro; prolongamos la sobremesa absortos en el celular buscando alguna noticia nueva que nos dé para charlar un par de minutos; la verdad es que evitamos vernos los rostros más de la cuenta, que los cuatro desearíamos estar con nuestras familias y, en cambio, aquí estamos, atrapados a 500 km de nuestros hogares, con los nervios desgastados por la rutina, la misma maldita rutina de toparnos solo los cuatro en medio de estas paredes que ya no alcanzan para contener los humos. Consumimos lo poco que nos queda de paciencia e intentamos no matarnos porque alguien olvidó sacar la basura anoche, o no guardó la comida en el refrigerador, o no lavó los platos de la cena (ese último fui yo). Las únicas veces que estamos en paz es cuando hay alcohol, pero hasta eso nos arrebataron. Guardamos con recelo las últimas tres botellas de vino para ocasiones “especiales” en las que todos colapsamos por el tedio; entonces convertimos la sala en cine, hacemos las palomitas y abrimos aquella dichosa botella… una copa por persona, una comedia mediocre y un silencio de dos horas bastan para olvidarnos un poco de que apenas llevamos 40 días encerrados, y faltan otros 40 más.
En mi cuarto, el estante de los libros se quedó vacío conforme el calendario se llenó de cruces. Desearía tener más, pero el resto está en Tepic y comprar libros nuevos no es una opción porque el próximo mes se acaba la beca. No sé cuánto me tomará conseguir un empleo o si alguien siquiera estará contratando; no sé si podré pagar la renta o si ahorré lo suficiente para comer hasta encontrar algo. Sólo sé que esta pandemia me ató seis meses más a la escuela, sin beca y sin trabajo, y que no puedo hacer nada al respecto más que “mantener la sana distancia” y “quedarme en casa” mientras los imbéciles que no creen en el coronavirus, pero sí en que hay médicos robando el líquido de las rodillas, pasean por la calle y nos condenan a dos, cuatro, seis, o quién sabe cuántos meses más de este encierro. ¿Hasta cuándo terminará este jueves?
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Navarro (Anubis Alberto Navarro Rosas, Tepic, Nayarit, 1992). Poeta. Retrata la cotidianidad y la vida como becario, y sobre cómo es ser foráneo en una ciudad que no termina de pertenecerle. Todo desde la perspectiva de su trastorno: bipolaridad. Así mismo, Navarro, hace de la poesía un canal de desfogue para sus depresiones y nostalgias. Actualmente vive con sus roomies en la ciudad de Querétaro. Estudia la maestría de vías terrestres y movilidad en la UAQ. Asiste a talleres de creación literaria y lecturas en la ciudad. Ha publicado en la revista digital Lengua Suelta, fanzines de la editorial independiente Mitote Literario y otros medios digitales. Le gusta plantar semillas e irá a un retiro budista una vez que termine sus estudios