El Cervantino de 2011 fue mi novatada. Recién firmé mi servicio profesional en el Instituto Cultural de León, cuando la directora de comunicación, en ese entonces, me pidió ir a cubrir el montaje de la Chica Conejita de Sara Turunen en el Teatro María Grever en León.
La misión significaba una oportunidad de ganarme la confianza de los funcionarios y de comprobar si mis talleres universitarios de fotografía, habían siquiera funcionado un poco. Para no hacerla tan larga, el resultado fue desastroso. En plena función hice varios descubrimientos: la luz no existe más allá de los deseos del iluminador, una angular puede convertirse en una verdadera cuarta pared, y, que la mezcla de emoción al ver una puesta en escena de ese nivel y los nervios de principiante son mala combinación.
Aquella descalabrada no fue tan grande porque la encargada de prensa también tomó foto, y por esos días las imágenes del evento no eran tan importantes, o mejor dicho, comunicación de la institución no tenía por prioridad difundir lo acontecido.
La Chica Conejita, además de cuestionar los estereotipos, el machismo y la violencia de género, es una obra que abunda sobre los destinos y aspiraciones. Ese coro de detractores en la obra se mantuvo ladrando en mi cabeza con cada clic de aquella Nikon D3100, lo que me orilló, por gusto y por obligación, a convertirla en una extensión de mi brazo derecho, de mis ojos y de mi estómago. Siempre he tomado fotografías con el estómago, con la víscera de la emoción, la emergencia y a contra reloj.
La verdad es que fue un acercamiento deseado. En mi época universitaria, e incluso para decisión profesional, me respaldé en un cariño extraño por el teatro. Digo extraño porque llegué a montar obras de teatro, como actor, como dramaturgo y como director en diferentes momentos, lo que me parece que facilitó una de las nociones básicas para este tipo de fotografía: el vínculo con el proceso que lleva a cabo el actor en plena escena.
Me parece que la fotografía escénica tiene dos fundamentos. El primero de ellos es comprender que la iluminación será el principal reto, así como en la fotografía convencional, la luz es un lenguaje que se debe comprender. Para una obra de teatro, la recreación de la realidad tiene una fuerte implicación en lo que ocurre, por lo tanto, atañe a la observación, y para ello, la vista y el sonido en su invaluable asociación nos permite ver lo que ocurre. Sin pleonasmos, la luz que ilumina cada escena, ilumina la lente del fotógrafo para retarlo y advertirle que en cualquier momento va a cambiar, va a disminuir o aumentar sin previo aviso, por lo que la atención a la luz que presta quien saca una fotografía es total.
El segundo aspecto tiene que ver con el hecho escénico. Al entrar al foro se firma un convenio imaginario con el artista. El espectador se sentará a observar atentamente, imaginar lo que se cuenta en escena, a seguir los diálogos y los pasos de los personajes, y principalmente, a creer; a la escenografía, a las acciones, a la misma creación del personaje, a creer sobre todas las cosas que están ocurriendo, que están sucediendo más allá de la ficción y lo narrativo. Narraturgia, le dijo Sinisterra.
Ese acto de fe también debería aplicar para el fotógrafo. No se trata sólo de encuadrar una imagen, sino de encuadrar una emoción. El gesto, el trazo, el diálogo, todo debe caber en una fotografía que valga la pena, y más importante, así como la actriz o el actor conectan con el público sin que este se dé cuenta, así el fotógrafo debe conectar con el demiurgo en escena sin que se dé cuenta.
Desde mi formación como pseudo fotógrafo, porque practiqué para comer más de lo que estudié, y mi pseudo formación como teatrero, porque amé el teatro tanto como para alejarme de la hechura, el vínculo emocional es lo más importante al momento de tomar una fotografía, a tal grado que descontextualizar cada toma, sea imposible.
En algún momento la Chica Conejita dejó de susurrarme al oído, y comenzaron a gritarme el Fausto de Tomás Pandur, la Monster Truck de Richard Viqueira, la Autopsia a un copo de nieve de Luis Santillán, el Pequeño fin del mundo de los regiomontanos, la versión en ópera de El Viaje de Rulfo, las obras bestiales de La Comuna que creó el Colectivo Alebrije, los huracanes de Wajdi Mouawad en el Cervantino (que menciono por el impacto que tuvieron en mi vida y que me arrepiento de no haber tenido la oportunidad de fotografiar) y el culmen en mi vida profesional, la Muestra Nacional de Teatro. Me gritaron que mi papel en el teatro era documentarlo.
De ese comienzo temeroso para tomarle fotos a un montaje cervantino en 2011, hasta la MNT de 2017, nunca conocí a especialistas de la fotografía escénica. Fue en este último cuando conocí a los maestros Raúl Kigra, José Jorge Carreón, Sebastián Kunold y Enrique Gorostieta, cuando por fin aclaré que esa fotografía y esa especialización era posible. Que la sensibilidad por encontrar en la escena el momento adecuado para transmitir una emoción podía ser todo en la documentación de un montaje, se convirtió en una cábala para mi vida profesional.
Para no separarme de ello, he fundado, en compañía de un par de gestoras culturales, Karen Robles y Kareve Gasca, Labcdos, un espacio donde no sólo queremos documentar los espectáculos escénicos que suceden, sino contarlos, porque contar un evento es la base para difundir. Contar la experiencia de lo que ocurre en un escenario, puede ser una propuesta para formación de públicos, y decir qué es lo que ha acontecido, puede servir a los mismos artistas, pensando que un buen documento de su trabajo, les abrirá las puertas.
De momento, a unos pocos meses de lanzar Labcdos, y con más negativas que niegan lo profesional a cambio de lo gratuito, esos ocho años de experiencia no son nada comparado con las múltiples posibilidades del escenario, por lo que esta empresa cultural, también significa un acto de fe.