Un amigo para el fin del mundo Por Sandra Fernández

“Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti.”

San Agustín

Hay días —y noches— en los que uno siente que el alma se quiebra en silencio. No porque

haya una tragedia puntual, sino porque la vida, con sus exigencias y su peso, nos ha ido

limando hasta dejarnos casi sin borde. Y, en ese borde, justo ahí, aparece la pregunta que

nadie quiere hacer en voz alta:

¿Qué hago con esta soledad que no entiendo y con este cansancio que nadie ve?

A veces creemos que la espiritualidad es un discurso, una práctica elegante, un hábito de

fin de semana. Pero no. La espiritualidad es un instinto: la urgencia de darle cuerpo a lo

intangible, de abrazar lo que no podemos nombrar, de buscar una voz más grande que la

nuestra cuando la nuestra ya no responde.

Hay quien cree que la ausencia de fe es libertad. Pero no tener fe —lo he visto, lo he

sentido— convierte al ser humano en un animal que habla desde el vacío. La fe no es una

doctrina: es una necesidad. Agua para la garganta seca. Aire para el corazón exhausto. Y,

sobre todo, un espejo: la posibilidad de reconocernos cuando ya no sabemos quiénes

somos.

La vida moderna, tan ruidosa y tan urgente, nos exige una fortaleza que no siempre

tenemos. Perdemos la esencia sin darnos cuenta, nos vamos apagando sin anunciarlo. Y

entonces llega la sombra más oscura: esa soledad que pesa más que cualquier pérdida.

Esa que no libera. Esa que encierra.

Y es justo ahí donde sufren los que más fe necesitan, los que creen que ya no pueden más,

los que sienten que su alma se disuelve. Lo pienso a menudo cuando recuerdo las palabras

que Santa Teresa escribió para quienes temían hundirse:

“Nada te turbe, nada te espante; todo se pasa, Dios no se muda. La paciencia todo lo

alcanza. Quien a Dios tiene, nada le falta. Solo Dios basta.

Pocas frases sostienen tanto con tan poco. Pocas son capaces de recordarnos —con esa

dulzura antigua y esa fuerza inquebrantable— que lo eterno permanece incluso cuando lo

humano se derrumba. Que hay algo que no cambia. Que hay un refugio que no depende del

mundo.

San Juan dijo que la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la han vencido. Lo pienso

cuando veo cómo, en los momentos más insoportables, llega alguien. Una presencia

inesperada. Una mirada que sostiene. Una palabra que no juzga. Un gesto pequeño que

evita que te rompas.

Ese es el amigo para el fin del mundo.A veces tiene nombre. A veces es una coincidencia. A veces es un silencio.A veces eres tú

mismo cuando logras escucharte.

Y otras veces —casi siempre— es Dios enviándote un recordatorio de que la vida, incluso

cuando duele, sigue siendo tuya.

La historia está llena de mujeres que vivieron éxtasis espirituales: visiones, despertares,

desbordamientos del alma. No eran delirios. Eran formas radicales de decir que el espíritu

también tiene hambre, también busca, también suplica. Ellas entendieron que hay virtudes

que solo crecen en la oscuridad, y vicios que solo se revelan cuando ya no puedes huir de

tus propios pensamientos.

Porque cuando todo colapsa, cuando todo cae, cuando sientes que quieres desaparecer

—sí, incluso cuando piensas en la muerte como un alivio— hay una razón mayor por la que

sigues aquí. No lo digo desde un credo, sino desde la experiencia humana:

nadie permanece vivo por accidente. Siempre hay un propósito que aún no comprendes.

Y cuando abras la puerta —no la de tu casa, sino la de tu alma— entenderás que lo divino

nunca se fue. Que estuvo ahí, esperando tu permiso. Que la respuesta nunca fue la que

querías, pero sí la que necesitabas.

Así que si te sientes perdido, si crees que el mundo se acaba, si ya no encuentras tu

nombre en tu propia historia, recuerda esto:

Dios siempre envía un amigo para el fin del mundo. A veces llega tarde. Pero siempre llega.

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