“Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti.”
San Agustín

Hay días —y noches— en los que uno siente que el alma se quiebra en silencio. No porque
haya una tragedia puntual, sino porque la vida, con sus exigencias y su peso, nos ha ido
limando hasta dejarnos casi sin borde. Y, en ese borde, justo ahí, aparece la pregunta que
nadie quiere hacer en voz alta:
¿Qué hago con esta soledad que no entiendo y con este cansancio que nadie ve?
A veces creemos que la espiritualidad es un discurso, una práctica elegante, un hábito de
fin de semana. Pero no. La espiritualidad es un instinto: la urgencia de darle cuerpo a lo
intangible, de abrazar lo que no podemos nombrar, de buscar una voz más grande que la
nuestra cuando la nuestra ya no responde.

Hay quien cree que la ausencia de fe es libertad. Pero no tener fe —lo he visto, lo he
sentido— convierte al ser humano en un animal que habla desde el vacío. La fe no es una
doctrina: es una necesidad. Agua para la garganta seca. Aire para el corazón exhausto. Y,
sobre todo, un espejo: la posibilidad de reconocernos cuando ya no sabemos quiénes
somos.
La vida moderna, tan ruidosa y tan urgente, nos exige una fortaleza que no siempre
tenemos. Perdemos la esencia sin darnos cuenta, nos vamos apagando sin anunciarlo. Y
entonces llega la sombra más oscura: esa soledad que pesa más que cualquier pérdida.
Esa que no libera. Esa que encierra.

Y es justo ahí donde sufren los que más fe necesitan, los que creen que ya no pueden más,
los que sienten que su alma se disuelve. Lo pienso a menudo cuando recuerdo las palabras
que Santa Teresa escribió para quienes temían hundirse:
“Nada te turbe, nada te espante; todo se pasa, Dios no se muda. La paciencia todo lo
alcanza. Quien a Dios tiene, nada le falta. Solo Dios basta.
”
Pocas frases sostienen tanto con tan poco. Pocas son capaces de recordarnos —con esa
dulzura antigua y esa fuerza inquebrantable— que lo eterno permanece incluso cuando lo
humano se derrumba. Que hay algo que no cambia. Que hay un refugio que no depende del
mundo.
San Juan dijo que la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la han vencido. Lo pienso
cuando veo cómo, en los momentos más insoportables, llega alguien. Una presencia
inesperada. Una mirada que sostiene. Una palabra que no juzga. Un gesto pequeño que
evita que te rompas.
Ese es el amigo para el fin del mundo.A veces tiene nombre. A veces es una coincidencia. A veces es un silencio.A veces eres tú
mismo cuando logras escucharte.
Y otras veces —casi siempre— es Dios enviándote un recordatorio de que la vida, incluso
cuando duele, sigue siendo tuya.
La historia está llena de mujeres que vivieron éxtasis espirituales: visiones, despertares,
desbordamientos del alma. No eran delirios. Eran formas radicales de decir que el espíritu
también tiene hambre, también busca, también suplica. Ellas entendieron que hay virtudes
que solo crecen en la oscuridad, y vicios que solo se revelan cuando ya no puedes huir de
tus propios pensamientos.
Porque cuando todo colapsa, cuando todo cae, cuando sientes que quieres desaparecer
—sí, incluso cuando piensas en la muerte como un alivio— hay una razón mayor por la que
sigues aquí. No lo digo desde un credo, sino desde la experiencia humana:
nadie permanece vivo por accidente. Siempre hay un propósito que aún no comprendes.
Y cuando abras la puerta —no la de tu casa, sino la de tu alma— entenderás que lo divino
nunca se fue. Que estuvo ahí, esperando tu permiso. Que la respuesta nunca fue la que
querías, pero sí la que necesitabas.
Así que si te sientes perdido, si crees que el mundo se acaba, si ya no encuentras tu
nombre en tu propia historia, recuerda esto:
Dios siempre envía un amigo para el fin del mundo. A veces llega tarde. Pero siempre llega.
