Nunca creí ser un hombre de barba, sin embargo, pasó. Cuando menos lo noté ya era un pequeño bosque tupido, la reiteración de la hombría en uno de sus símbolos más básicos y explotados. Creo que es un cliché decir que comencé a ser más cotizado, pero la realidad es que fue así. No recuerdo invitaciones a salir antes del vello facial, ni siquiera una carta de San Valentín que no dijera algo lindo como: “Me gustas como amigo” o el simple: “Te estimo mucho, nunca cambies”. Pero la barba trajo más que sólo San Valentines más luminosos, trajo fotos de hombres desnudos en mi celular, mensajes de gente que aún desconozco cómo dieron con mi número o mi cuenta de Facebook y, sobre todo, vino una sensación de respeto que los otros no solían tener hacia mí, algo había cambiado radicalmente en la manera en que yo era percibido -tanto personal como socialmente- y no lograba entenderlo por completo. Parecía más fácil sólo asumirlo y seguir, aceptar el piropo, las nudes, los contactos desconocidos y los San Valentines más luminosos y dejarse llevar, entregarse de lleno a las bondades de estar atado a una barba.
Sin embargo, algo que me ha permitido entender mi vida es que tengo problemas monumentales para dejarme llevar. Pienso demasiado, cavilo al ritmo que respiro, me hago preguntas y construyo escenarios hipotéticos como si mi vida dependiera de eso. Por tanto, la barba y su deslumbrante éxito no era la excepción a mi necesidad de interrogantes. ¿Por qué un hombre con un pequeño bosque tupido es sinónimo de atracción? ¿Qué hechizo hace de una acumulación de vello algo ubicado en la cima de la cadena alimenticia? Tal parece que a uno lo hace la barba y nunca es la revés, pero no creo que sólo se reduzca a algo tan trivial como tenerla, sino que también hay que cuestionarla, indagar en por qué se ha constituido como un lugar común de la atracción y el deseo. Estoy seguro de que desde la perspectiva biológica debe haber una buena explicación, pero suele interesarme más lo social, aquella arista donde se ubica el secreto de lo símbolos recurrentes y donde se puede observar el por qué desde, incluso, lo cotidiano.
Sin duda, la barba es una denotación directa de la virilidad, un evidente recordatorio de una cultura basada en el principio del hombre atractivo como aquel que demuestra cierta rudeza tanto en su corporalidad como en su actitud. No es gratuito que los hombres lampiños hayan puesto su fe en los remedios de jitomate y las mil fórmulas que se venden actualmente para que surja el pequeño bosque tupido que duerme en su interior, así como tampoco es una coincidencia que vivamos en tiempos donde las barberías han resurgido -junto con lociones de baño, champús y jabones- con el fin de recordarnos que los hombres requieren de lugares que reafirmen su virilidad, de sitios donde ser varón sea la política más clara. Creo que esta necesidad de establecer lugares y productos que sirven para enfatizar la hombría nos recuerdan que el hombre siempre tiene una necesidad recalcitrante de protagonizar, es decir, que aunque el sexo masculino ha sido el preponderante por tanto tiempo, aún busca caminos para reiterar su lugar como centro y que, además, se ampara en que, supuestamente, movimientos como el feminismo o los grupos LGBTTI lo han invisibilizado como una excusa para pregonar que merece su lugar, que lo hacen a un lado y se pone triste por tanta falta de consideración.
Lo anterior se conecta nuevamente con la barba, ya que, al ser un atributo que el hombre ha lucido desde hace siglos como un patente símbolo de su virilidad y poder, pareciera que, por ende, se erige justamente como un sitio seguro para los varones que la poseen, un atributo que reitera algo que sólo es de ellos y que, así como una barbería o un jabón con olores a madera o cítricos, sólo puede reducirse a ser masculino. Aparentemente no hay otras clases de bosques tupidos, pero luego surgen posturas como es el caso de Conchita Wurst o de posicionamientos queer que se apropian de la barba desde vertientes que se ubican entre lo femenino y lo masculino, y es entonces cuando se desata el caos, tal parece que el último sitio seguro ha sido invadido y nuevamente los hombres se sienten indefensos, tristes, dolidos porque se les arrebató de forma descarada algo que les pertenecía sólo a ellos.
Pero las cosas no terminan ahí, nuevamente surgen los discursos donde los hombres expresan su inconformidad, comentarios y mensajes donde desdeñan y critican las barbas en rostros y cuerpos que no corresponden con la virilidad hegemónica. Incluso está el caso de una moda de mi predilección: las barbas llenas de flores, la cual suele ser fuertemente ridiculizada. El argumento es, de nuevo, un eco de la necesidad de devolverle a la barba su estatus viril, sus cortes perfectamente trazados y su volumen cuidado, y hacer a un lado los afeminamientos risibles como, por ejemplo, llenarlas de margaritas. ¿Qué puede haber peor que poner pétalos donde sólo debería haber rudeza y pulcritud? ¿Qué puede ser más ofensivo para la virilidad que llenar con flores lo que han cuidado como uno de sus lugares más propios? Las preguntas se alargan, pero siempre sacan a relucir algo concreto: la hombría hegemónica está en crisis, tiene una necesidad muy fuerte de reivindicar lo que, supone, es sólo suyo y no debe ser tocado.
Opino que debemos seguir tomando esos lugares que la hombría hegemónica suele cuidar celosamente, que debemos continuar por un camino donde usurpemos esos espacios y los llenemos de atributos que atenten contra la virilidad y que contribuyan a darle un nuevo sentido. No hay nada más ridículo que los hombres creyéndose excluidos, que su duelo porque sus lugares más seguros han sido perpetrados. El miedo que le tienen al otro es, sin duda, lo único que proyectan con tanta queja y molestia. Sobre todo, a esos otros que les enseñan la posibilidad de nuevas vías para construir su masculinidad, que les ponen en la mesa nuevas formas de entender lo que son y cómo pueden deambular por la vida. No hay nada más cerrado que la masculinidad hegemónica, y por eso hay que seguir retándola, cambiándola, haciéndola menos opresiva. Es momento de que, volviendo al tema base, los pequeños bosques tupidos dejen de ser un atributo que sólo le pertenece al varón, es uno entre tantos símbolos que deben y pueden ser deconstruidos. Sigamos poniéndolas en rostros femeninos, sigamos vistiéndolas de pétalos para que los pequeños bosques ahora sean floreados, para seguir contribuyendo a que la masculinidad hegemónica encuentre nuevos caminos, nuevas formas de relacionarse con los otros.