De cómo vine a vivir al Desierto. Final (y comienzo) por Ía Navarro

Aquí llegué en invierno. La luz era tenue y el cielo limpio de azul. Por las mañanas hacía frío de huesos y por las tardes el aire ríspido se colaba entre los tejidos de la ropa, no obstante el día calentaba la piel a pelo y uno se sentía agradecido con el clima y el paisaje nítido del Desierto. La casa estaba vacía, mi librero eran cajas arrugadas en las que mis libros viajeros habían venido desde el páramo, no tenía ni perro, ni gato, ni un jardín donde disipar mis cuitas, estaba lejos de todo lo que había conocido, casi sola, y mi vida se pendía de una sola promesa de amor. Me daba cuenta de que estar enamorada me estaba costando mucho trabajo, pero bajo ninguna circunstancia hubiera querido que mi vida fuera diferente.

 

 

Meses antes de venir, mis días en el Cuévano se había convertido en un laberinto, un alboroto sin pies ni cabeza en el que giraban viejos y nuevos, todos haciendo ruido a la vez. El Desértico estaba lejos, el Trasatlántico se había diluido entre dolorcillos crónicos del corazón. Tenía nuevos amigos, viejos amores reconvertidos en parranda de fin de semana y condes ilustres al borde de la conquista asaltando mis tiempos libres. Me gustaba mi vida ahí, me encantaba mi trabajo, pero, por alguna razón, sabía que si me quedaba en el Cuévano todo iba a enloquecer, me iba a volver una descarada, una loca y una viciosa. Lo único que me podía salvar era el ancla de algo fuerte y duradero, el peso de una convicción. 

A mí siempre me han gustado mucho los hombres, mucho, y no voy a negar que han sido siempre mi litemotiv. No es que los necesite para ser yo, ni me han hecho falta para lograr nada, pero soy, francamente, una amante irremediable de la masculinidad. Los hombres han sido mi inspiración y nunca dejarán de ser el objeto de mi más sublime afecto, mi pasión. Esta vez, mi pasión se había encarnado en los huesos del Desértico, y con toda la determinación del mundo, no dudé en venir hasta él en busca de fuerza y convicción. No sería la primera vez que mi vida cimbrara su rumbo a todo babor por un suspiro ardiente de voz de hombre, aunque sí, quizás, la última vez.

Entrado el otoño, antes de decidir venir a vivir aquí, hice una visita al Desierto. Mi amor me recibió cálido y contento, me enseñó con sus hermanos y hermanas, me mimó de pies a cabeza, me cogió por la cintura elevándome en el aire y yo sentí que me colocaba directamente sobre las nubes. Por primera vez en muchos años me sentía liviana y completamente libre. Nos fuimos de parranda y, entre el tocar de una banda norteña takataka, con la mesa servida de carne y cerveza, me pidió que fuera su novia y yo dije que sí. Ese fin de semana sentí nítidamente el enamoramiento, un enamoramiento lúcido y patente, muy distinto de aquellos enamoramientos torpes e irreconocibles de la juventud. En el espejo del baño de una cantina constaté en mi rostro que los colores de la cara me embellecían, estaba radiante, y para poner los pies en la tierra me dije en voz alta: «estás enamorada y él también». Estaba, sin duda, ante un acontecimiento extraordinario.

Cuando volví, fue sólo para hacer las maletas de una buena vez. Algún ex amante amargo me replicó «El Desierto, ¡pero qué estás pensando!». No estaba pensando, ni quería pensar, ni se trataba de pensar, eso estaba clarísimo. Si lo hubiera pensado, el Desértico y yo estaríamos irremediablemente lejos, porque no hubiera parecido cabal dejar toda una vida hecha y apostarle el futuro a la incertidumbre. No obstante, arreglé mis asuntos, saldé mis deudas, remetí lo que pude en las maletas y me despedí de la locura. Llegué al Desierto con el año recién estrenado y el invierno a plenitud. Detrás de la puerta de salida del aeropuerto me recibió él, luego me llevó a casa, donde lo único que habitaba ahí éramos una cama y los dos.

 

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