Encontrarme con el Desértico nunca fue difícil, recorrimos el mismo andamiaje de vida sin proponérnoslo, por lo menos no conscientes de ello. Lamentablemente, nuestros encuentros sufrían de una pésima sincronía.
La primera vez que el Desértico se enamoró de mí fue porque yo lo asalté con un beso una noche en la que me acompañó hasta mi casa después de una fiesta. Teníamos diecinueve años y vivíamos en el Cuévano. Nos hicimos novios porque era lo que se usaba cuando pasaba algo así, y ese noviazgo nos duró el beso que nos dimos y un suspiro. Yo aún necesitaba hacerme a la idea de sus ojos borrascosos y él ya se moría de hambre por comerme entera. Un día su hambre no pudo resistirse más, y yo salí, literalmente, corriendo disparada de sus brazos. Poco tiempo después, el Desértico y yo acordamos una tregua disfrazada de segura amistad, lo que nos permitía estar juntos sin que yo me sintiera intimidada por su hambre de lobo.
La primera vez que me enamoré del Desértico ya nos habíamos hecho a la idea de ser amigos, ya habían pasado por nosotros una noruega y un gringo, y hasta se nos había olvidado que, en realidad, sólo estábamos en tregua. Habíamos viajado a Europa, por separado y por diferentes razones. Yo, desde Valencia, estaba por embarcarme de vuelta a México y él venía llegando a su adorado París. Como yo no pensaba regresar y él planeaba estar mucho tiempo por el Viejo Mundo, nos dedicamos un último viaje juntos para recorrer Italia de la rodilla al tacón y de regreso. De los detalles de ese viaje, sólo puedo revelar que incluyen la pérdida de mi larga cabellera. El último día que pasamos juntos estábamos completamente fulminados, tan cansados de estar hacinados a contracuerpo, que los chinos del hostal donde nos hospedamos en Roma nos metieron el desayuno en la cama para que despertáramos, espabiláramos y nos fuéramos de una vez. Ni nos dimos cuenta de cuando entraron a la habitación y tampoco nos dimos cuenta de lo que estaba sucediendo: esa misma tarde yo tenía que tomar un avión.
En cuanto pisé tierra me di cuenta de mi gran error: no le dije que lo quería, no me había dado cuenta. Quise con todas mis fuerzas nunca haber dejado el hotel de los chinos en Roma y me propuse regresar para decírselo de viva voz. Cuando conseguí regresar (a los veinte y pocos cruzar el Atlántico no es cosa fácil de dos días), el Desértico me recibió con la fantástica noticia de que había decidido contraer matrimonio con una francesa, que además de hermosa y francesa, era generosa, inteligente y le decía “mi amor” en francés. Le dije que se casara con ella, total… Yo fui a quitarme la pena emborrachándome en los ojos de un Catalán con ojos color de cebada y me convencí de que lo olvidé.
Cada uno había aprendido, en su respectivo destiempo, que estar enamorado el uno de la otra resultaba más bien inconveniente, así que tácitamente, decidimos volver a la seguridad de nuestra bien ensayada amistad, donde nuestras hambres se conformaban con mordiscos erráticos y pasajeros. A partir de entonces, nuestros encuentros se volvieron un entresijo de malas coincidencias, un ir y venir de Barcelona –donde yo a veces vivía– a París y de París a Barcelona en el que nos robábamos ratos de un tiempo que debió haber sido, pero no era. Él no se casó, el Catalán se esfumó, a ambos nos rompieron el corazón. Y siempre nos tuvimos a la distancia de un avión para contarnos los secretos y fabricar otros tantos.
Hasta que un día yo no quise irme a vivir a París con él y llegó Aquel, el Trasatlántico. Entonces, el Desértico fue a quitarse la pena amasándose en las carnes de una árabe voluptuosa y se convenció de que me olvidó.
El tiempo pasó, y un día nos dimos cuenta de que ese ir y venir entre nosotros se había extinguido, nos habíamos acostumbrado a amores apaciguados y sin hambre, y ya habían pasado cuatro años sin vernos.