Radio Felicidad Juan Mendoza

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Radio Felicidad era una persona feliz y radial, audaz y arrebatada, estaba determinada a erradicar el silencio que le rodeaba y que era una amenaza. Aún el bullicio simple de las calles céntricas era algo a combatir, algo que había que llenar con sus ondas hertzianas, algo que había qué llenar de radio y, quizá, de felicidad.

¡Radio Felicidad, Radio Felicidad, la música que llegó para quedarse! —decía—, ¡Kaaaaliiiimán, el hombre increíble! ¡Enfrenta a la Bruja Blanca del Kilimanjaro!

Antes de morir Radio Felicidad pensaba que el ruido de la ciudad era algo que se tenía que mejorar y que aquel cardumen de ideas en su interior tenía que sonar afuera, por eso recorría el bulevar semidesnudo, a lo mejor para contrarrestar que era ignorado como un fantasma, o quizá, fue tomado por especto después de encuerarse, a saber… De cualquier modo, gritaba, gritaba recio ¡Radio Felicidad, Radio Felicidad, la música que llegó para quedarse!

Pero Radio Felicidad no podía vivir del aplauso, que aparte y para colmo de males no existía. Tampoco podía vivir de su desnudez, que sí existía, y su torso correoso que era parte del paisaje del bulevar no podía proveerle el taco.

—¡Kaaaaliiiimán, el hombre increíble! ¡Enfrenta a la Bruja Blanca del Kilimanjaro! —bramaba en medio de una calle que lo recorría, no él a ella, embarrándole paredes y caras y carros y cosas en la mirada.

En ese grito estaba cuando le dio hambre en Constituyentes, pasó por un puesto de fruta y se robó un plátano. Fue perseguido, corrió a al arroyo de autos y uno estampó su alma en el otro mundo.

Hace años que la radiodifusora llamada Radio Felicidad no existe, hace años que ese muchacho coriáceo apodado “el Radio Felicidad” tampoco existe, y también hace unos meses que la radio de mi auto no existe por iniciativa de algún vivales que desde el anonimato me perforó la nostalgia un jueves de mayo.

Pero extraño a los tres. Esta era una mejor ciudad entonces.

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