Mi hermano mayor camina por la acera hacía la noche veraniega de los suburbios:
playera blanca, pantalones de mezclilla azul… hacía el baldío al final de nuestra calle.
Los chicos lo llamaban “El Escondite de las Perchas”: un solar sin fincar, un pozo descuidado y cubierto de yerbajos, algunos viejos muebles tirados por allí y algunas perchas de metal colgando de los árboles como campanillas de viento. Él escapa de casa porque nuestro padre quiere cortarle el cabello.
Y en dos días más, nuestro padre me convencerá de ir por él (“tú sabes
dónde está”) y hablar con él: sin represalias. Lo prometió.
Un pequeño desfile de niños en pijamas me acompañará, sus voces como las primeras ranas de primavera y mi hermano caminará delante de nosotros a casa, mi padre le rapará toda la cabeza, y mi hermano no le hablará a nadie en el próximo mes, ni una palabra, ni un “pásame la leche”, nada.
Lo que pasó en nuestra casa enseñó a mis hermanos a como irse, a como caminar
por las aceras sin mirar atrás.
Yo era la chica. Lo que pasó, me enseñó a seguirlo, quien quiera que fuese,
llamando y llamando su nombre.