De La Campechana había escuchado muchas cosas. Entre mis amigos, algunos la calificaban como de mala muerte; otros, como el lugar a donde los mariquitas iban a hacer su desmadre.
Antes de conocer esa cantina en persona, las imágenes que venían a mi mente cuando pensaba en ella tenían que ver con anécdotas contadas por otros: un hombre sacándose un pepino del ano justo antes de tener sexo en el baño, una travesti con la fuerza de un dios derrumbando a un hombre corpulento, un humano enfurecido con la vida que dispara al techo para llevarse todo el dinero que hay en la caja.
La Campechana fue fundada en el mes de octubre de 1974 y aún es considerada por muchos gay como “el único bar de ambiente en Hermosillo”. Durante la década de los años 80, La Zona de Tolerancia era el lugar de encuentro para la población travesti, pero para los jóvenes gay existía algo llamado “El Punto”, un lugar un poco más alejado del Centro donde podían convivir entre sí. La Campechana poco a poco fue convirtiéndose en la sede de esa reunión.
En ese bar la diversidad de especies se expresa en variadas formas. En unas mesas puedes ver a:
- Las “vaquerobvias”: barba de candado, pecho descubierto gracias a que solo se abotona los últimos 4 botones de su camisa de cuadros, Marlboro rojos en su bolsillo pero una voz chillona que quita toda esa ilusión que quieren cumplir, la de coger con un hombre “heterosexual sonorense”.
- Los puñeteros: rondando los 40-50 años, esta especie caza con la mirada y su forma de llamado para el apareamiento es tirarte besitos hasta que voltees y veas como frota su pene de una forma incontrolada. El apareamiento nunca llega.
También la habitan historias que podrían parecer leyendas, como que Diego Luna filmó ahí alguna escena de la película ‘J.C. Chávez’ y que Carlos Monsiváis se tomó una cerveza. La notoriedad del lugar sigue siendo relevante pese a los comentarios que acusan de ser sucio, hostil y desenfrenado.
Durante sus más de 40 años de historia, La Campechana se ha hecho de clientes y parroquianos para quienes este espacio tiene un significado en particular. Por ejemplo, para Eduardo Durán, quien lleva 3 años frecuentándolo, lo atractivo del sitio es la tensión sexual permanente y el experimentar un ambiente de coqueteo:
“Esos silencios incómodos que escuchas. La música mezclada con la pornografía. Ver a la gente que entra al baño y apaga el foco. A pesar de que no los estás viendo, tú sabes que están teniendo relaciones. Es un ambiente que no se ve en otro lugar”, comparte.
Por su parte, para Carlos Vidal, quien lleva 19 años visitando La Campechana, lo interesante del bar no solo tiene que ver con la diversidad sexual que acoge sino con la variedad de estratos sociales:
“La Campechana es un lugar tan multi genérico, tan suis generis, que te puedes encontrar personas desde muy altos estratos hasta el ‘junta botes’ que le alcanzó para la caguama”, dice.
De mi primera visita a La Campechana, hace dos años, recuerdo que sus paredes de estilo rústico me hicieron pensar en las tabernas donde los vikingos celebraban después de cortar la cabeza de un algún demonio.
También recuerdo la neblina creada por el humo del cigarro y una televisión brillando intensamente con el bronceado naranja de dos actores de pornografía con trama cursi digna de ser televisada en el canal Golden a medianoche. No recuerdo haber sentido esa ráfaga de miradas que decían que habría pero sí la necesidad de distorsionar un poco mi realidad con una caguama.
Mi experiencia en el baño después de alimentar a la rockola para poner ‘Hung Up’, un himno musical de Madonna, fue un poco inhóspita. Estaba orinando cuando escuché:
-Ni modo, ya me viste.
Volteé rápidamente y vi a un hombre con aspecto tétrico inhalando cocaína enfrente de mí. Mi orina se desvió un poco por la impresión y traté de apurarme. Me subí el zipper e ignoré lo que acababa de pasar.
De vuelta a mi mesa pensé en todas las historias escuchadas y en mis percepciones de esa primera visita, y pensé que La Campechana va a quedar en la historia como un espacio donde la libertad existe.
El pase de coca en el baño o el fajecito debajo de la televisión son parte de la aventura al entrar. Al final de todo, terminamos siendo esos mariquitas en cuatro paredes. Una hermandad unida por el morbo y lo fascinante que puede ser la cultura gay de Sonora.
El día que vuelva, estaré esperando. No sé que pueda pasar. Pero lo único que sé es que siempre será bizarro y asqueroso al mismo tiempo, ¿por qué vuelvo allí? Una vez más, no lo sé. El morbo siempre mueve, como dicen esos señores de la esquina que dicen ser hetero curiosos y se terminaron besando conmigo