Los monumentos no, mujer: ¡Destrúyelo todo! por Gabriela Hernández

¡Destrúyelo todo, por favor! Hazles sentir el miedo que me invadió aquella noche en la que me persiguieron dos calles antes de atraparme. Que sientan mi adrenalina inútilmente queriendo salvarme. Mi forcejeo. Mis gritos ahogados en el pecho. El hueco en el estómago que se me subió a la cabeza, mi cabeza llena de helio que quería reventar. Mis ojos que de no saber a donde mirar, sólo veían escenas borrosas. Mis piernas temblorosas. ¡Rompe todo! Como los huesos de mis costillas después de la golpiza. Un golpe que tumba al piso y una tanda de patadas: Mi sangre revuelta con tierra y lágrimas. Que sientan cada cachetada, cada moretón en mis piernas o en mi cara. ¡Hazles que se traguen sus palabras! Como yo, quedando tirada en el piso muda del dolor.

Diluyendo poco a poco mi voz y perdiendo el lenguaje. Deshaciendo cada esperanza, cada sueño, cada plan. Sintiendo más lejana la posibilidad de volver a ver a mi familia, a mi perrita, a mis amigos, a mi novio… a la misma luz del día. Olvidando cómo se dice “¡ayuda, me están matando! O ¿qué les hice? ¿Y por qué me odian tanto?” ¡Quémalo todo! Como el fuego que quemaba mi vagina cuando me abrían las piernas a la fuerza y me penetraban una y otra vez mientras todos sus amigos se burlaban y me grababan. O cuando se lanzaban sobre mi boca y me acribillaban. La cara partida. Las piernas ensangrentadas. Un dolor cervical terrible. Desnuda. Desalmada. Ya sin miedo, ¿qué más podrían hacerme ya? El vacío total. La mirada perdida en un punto fijo en esa pared cuarteada. La oscuridad. “Eres asquerosa”, me decían. Y yo, yo ya no sentía nada… o eso creía.

Creí que no se podía llegar más bajo. Que lo único que restaba era morir, y ya estaba preparada porque gran parte de mí estaba muerta. Pensé en la bala que en mi sueños me cruzaba el estómago. Pensé que sería así de rápido. Que en cuanto se aburrieran de mí, dispararían con la misma pistola con la que me amenazaron. Pero no fue así. Porque la escena se repetía como un ciclo interminable entre desmayarme y despertar con sus orines bañándome. ¡Muéstrales que nuestra lucha no tiene miedo! Como me hubiera gustado a mí mostrarle a la niña de unos 8 años que trajeron para “mi despedida”: ante sus ojitos llorosos, me levantaron desnuda tomando un palo de escoba afilado que meterían con fuerza desde mi vagina hasta mi pecho, cruzándome todo el cuerpo, astillándome, rompiendo por partes.

Era el fin de mi fin, un final doloroso que me dejó derritiéndome ante los ojos de esa pobre pequeña cuyo fin a penas comenzaba. Llena de excremento, orines, saliva, sangre, tierra, vomito, morí mientras los que me aman aún guardan la esperanza de encontrarme viva. ¡Grita por mí y por todas!

 

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