A los ojetes siempre se les revierte la suerte por Yair Hernández Cárdenas

I

Los que te dicen que él no es bien maña es porque hacen lo mismo, me dijo Roberto antes de ir a buscar al Camello a su casa. Roberto conocía bien a mi destino: habían ido juntos al catecismo y Roque, su hermano, fue novio de Marcela, la hermana del Camello.

Desconfía mucho, sé rápido y ten esto a la mano por cualquier cosa pero no hagas iris, fue su última instrucción antes de darme una bolsa de estraza un poco pesada y sellada con un remache de cinta adhesiva. Tomé el paquete dispuesto a abrirlo pero Beto me dijo que en su casa no, que lo hiciera en otro lado. Lo guardé en mi mochila.

Salí de casa de Beto y caminé hacía la estación de metro Tlatelolco, un trayecto de tres cuadras. Entre los callejones de las unidades habitacionales iba pensando en Marcela, en cómo había obtenido mi nuevo número y en por qué me había avisado. Al llegar a los torniquetes concluí que esa morra me iba a pedir algo a cambio.

II

Hace más de un año que no la veía ni sabía de ella; desde esa fiesta en casa de Vampi donde nos dimos un beso y luego me dijo que estaba confundida, que no podía hacerle eso a Roque y que era mejor ya no vernos. Al otro día amanecí bloqueado de todas sus redes sociales.

Al subir al vagón con dirección a Indios Verdes, seguí pensando en su mensaje: “El Camello acaba de llegar a la casa y dice que le caigas porque se va a perder un rato. En corto”.

¿Perderse? ¿Se iría a pelar el cabrón? Sería algo lógico con todo lo que pasó, pues de todos los que estuvimos en el pedo, él fue el más embarrado, pero esa es una ley de vida: a los ojetes siempre se les revierte la suerte.

III

Salí de metro Potrero y crucé Insurgentes para llegar a la colonia Industrial. Si la memoria no me fallaba, los abuelos del Camello, quienes lo habían criado, vivían en la única casa verde de Avenida Necaxa. Intenté marcarle a Marcela para corroborar si su hermano seguía ahí pero me mandó directo a buzón.

Cuando conocí al Camello, me dio mala espina. Aunque Raúl me había dicho que era buen compa, sabía que esa mirada filosa y ese tatuaje de calavera en el cuello no auguraban nada bueno.

Eso fue hace 3 años y desde entonces de vez en cuando me lo encontraba en las barras de Circuito o cuando acompañaba a Marcela a su casa después de las clases de inglés que tomábamos juntos.

Es que tú eres discreto, güey, como que pasas desapercibido y por eso sería chido te animaras, es un varo fácil que no te va a dar nadie, me dijo una tarde que nos encontramos por casualidad en un centro comercial de Lindavista. Entonces le dije que lo iba a pensar y me respondió que pronto me echaba una llamada.

Me habló una semana después, momento que coincidió con mi apuro por cubrir la renta del departamento. Le dije que sí, que me contara bien los detalles. En ese momento no le cuestione de dónde había obtenido mi número… seguro Marcela se lo pasó.

IV

El día del bisne nos quedamos de ver afuera del metrobus Circuito a las 11 de la noche. El Camello iba con otros dos güeyes, pero yo solo conocía a uno. Estuvimos veinte minutos esperando a Raúl pero no llegó ni respondió el teléfono. Pinche sacatón, pero así hay que darle, mejor para nosotros, nos toca más feria, dijo el Camello para no perder más tiempo.

Caminamos por colonia Peralvillo mientras uno de los amigos del Camello iba contando sobre lo chingón que les habían salido otros jales previos.

En todo el trayecto fui sudando de las manos. Aunque ese barrio no me era desconocido, por lo mismo sabía que noche el ambiente estaba más pesado. Además, si lo que teníamos planeado salía mal, o acabábamos en el tambo o acabábamos picados. Equivocarnos no era una opción.

Cuando cruzamos Eje Central y nos encontramos con la calle indicada, el Camello nos dijo que si valía verga, nadie conocía a nadie, nadie quemaba a nadie, porque al que desembuchara le iba a ir peor.

V

Antes de tocar el zaguán de la casa de los abuelos del Camello, volví a marcarle a Marcela pero de nuevo me mandó a buzón. Entonces recordé el paquete que tenía guardado en la mochila.

Me aleje unos pasos de la casa y busqué un lugar discreto para checar eso que Roberto me había dicho era mejor abrir en otro lado. Decidí romper la bolsa en lugar de quitar la cinta. Cuando vi lo que había adentro, me sorprendí.

¿En qué momento el Beto se armó ésta madre? ¿Se la habrán prestado?, me pregunté mientras la guardaba en una de las bolsas de mi chamarra. Luego, como si el paquete me me hubiera inyectado una dosis de valor, volví al zaguán y toque ruidosamente.

No pasó ni un minuto cuando crujió el portón y apareció una cara conocida.

  • ¡Marce, qué sorpresa! Te estaba marcando para ver si tu carnal…
  • ¡Guapo! Tanto tiempo sin vernos.
  • Sí, desde lo de…
  • Está en su cuarto, pero no sabe que viniste. Mis abuelos no están, entonces haz lo que vas a hacer pero rápido.
  • Pero…
  • Hace rato hablé con Roberto y me contó qué pedo. Yo no tengo problema, mi hermano se lo merece por pendejo. Es la segunda puerta subiendo las escaleras.
  • Bueno, será rápido. Pero, no mames… te extrañé.
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