No puedo evitar tenerme miedo por Daniel López Romo

Estoy asustado. Temo mucho que pase el tiempo como lo hace últimamente: despierto con mucha dificultad y me aferro a continuar durmiendo, a pesar de que hace ya varias horas que el día sigue su curso. Busco en Google: "síntomas de depresión", "cómo despertar temprano", "platicas de TedEx sobre ansiedad y depresión". Me detengo a mirar videos sobre el propósito que la procrastinación tiene en la psicología humana. Me aterra la idea de pensar que estoy perdiendo el tiempo y, paradójicamente, paso todo el día distraído con cualquier cosa: Netflix, videojuegos, videos de YouTube de superación personal que me dicen cómo la conexión con otras personas es la clave para superar la depresión y la ansiedad… y me siento enojado porque lo que menos quiero en ese momento es salir a convivir con las personas, sonreír, tratar de que el hueco que siento en el pecho no se asome a la superficie e incomode a las demás personas porque mi mente me engaña siempre y me hace creer que los demás están bien todo el tiempo o por lo menos no sienten exactamente lo mismo que yo.

Tengo cosas importantes que hacer todos los días y no consigo encontrar la forma de sentarme a hacerlas. Las tareas más mínimas me parecen una odisea. Mi cerebro descompone cada acción en pasos: abrir un ojo y después otro, respirar, calmar mi ritmo cardíaco antes de atreverme a dejar la cama… convencerme de que todo está bien porque estoy vivo y porque vivo en una situación privilegiada al tener un techo, una cama cómoda y comida todos los días. Abrir una computadora y sentarme a escribir sobre algo importante, por lo que además me pagan, es otro privilegio que tengo y que quiero llevar a termino.

Y ahí está siempre: esa voz en mi cabeza que me convence de que soy un impostor. "Todo lo que crees que sabes en realidad es una invención de tu cerebro", "En cualquier momento alguien vendrá y te dirá que lo que tienes es solo cuestión de suerte", "No mereces estar en donde estás y estás quitándole una oportunidad a alguien más", "Ni siquiera lo intentes porque vas a fracasar". Y lo peor de todo… es que le escucho siempre con atención porque soy yo quien está hablando, o al menos esa versión sádica de mí de la que mi lado masoquista está tan perdidamente enamorado. Y ahí vamos: quiero hacer las cosas pero me aterra, y al temer el poder de mis propias capacidades le doy poder a mi temor. Y el ciclo sigue, y sigue, y sigue.

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Paro en seco por un milisegundo todos los días. Me convenzo de que esa voz que soy yo mismo está por completo equivocada. No es que realmente sea impotente, incompetente, inútil. Hay algo que anda mal en mi cerebro. Mis neurotransmisores están dañados. Esa parte de mi cuerpo ha tenido un accidente, producto del hecho ineludible de que soy una persona y que, como tal, estoy propenso a tener un pasado en el que los errores de otros han dejado una huella perdurable en mi, me han dañado con sus palabras hasta convencerme de que estar avergonzado es mi estado natural para sentir el mundo y todo lo que me pasa; también pasa que cuando hace frío no quiero otra cosa más que estar en casa; y como persona que soy me cuesta aprender a vivir en el presente.

Vivir en el presente. Saber que estoy enfermo. Saber que está persona que soy existe antes y después de la primera vez que mi pecho se estrechó a sí mismo sin darme oportunidad de respirar, cuando mis manos hormiguearon y de repente parecieron no responder solo para después darme cuenta que las lágrimas corrían por mis mejillas sin mi permiso.

No, definitivamente no soy la misma persona. Ahora convivo siempre con esta nueva versión de mí a la que en cualquier momento parece cerrársele la mente y catapultar su cuerpo hacia una situación que no está sucediendo. Ahora tengo el súper poder de liberar adrenalina para tensar todos mis músculos hasta casi convertirme en una presa herida que busca a toda costa correr de las fauces del depredador. El asunto es que mi perseguidor no está ahí… sólo puedo verle en una superficie reflejante. Todo está sucediendo en mi cabeza.

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Lo curioso de vivir una enfermedad mental es que, como sucede con casi cualquier situación vergonzosa como estornudar y soltar un pedo involuntariamente, cuando te  atreves a mostrar esa parte de ti que te parece tan aberrante, te das cuenta que no estás solo. Más de una persona a tu alrededor lo está viviendo pero no se atreve a hablar de ella. Y esto pasa porque, sorpresa, estás rodeado de personas que al igual que tú sólo quieren ser la mejor versión de sí mismas y la vida no les ayuda en lo más mínimo. Para. Respira. Observa. A todos nos vendría bien una dosis adecuada de serotonina.

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Sigo aterrado, pero recuerdo que alguien que vivió un trastorno de ansiedad generalizada me dio un consejo que guardo en el corazón: "Abraza tu enfermedad y acéptala como una parte de ti".

 Lo intento. Todos los días lo intento. Esto, junto con unas visitas de la mano de un psicólogo excelente, la disposición de enfrentarse a las verdades duras y la ayuda de algunos ansiolíticos recomendados por un doctor muy simpático que me ayuda a controlarme, me han enseñado que tener la mente "descompuesta" no es nada más que otro síntoma más de ser persona.

Esos vídeos de YouTube no están tan errados. Lo que nos salva siempre, ansiosos o no ansiosos, depresivos o no, es la conexión. Necesitamos conectar con otros para sobrevivir esto: con amigos, familiares y expertos en salud mental. Y, en el hecho de sabernos parte de los demás, quisiera creer que podemos acercarnos a conectar con nosotros mismos. Atrevernos a hacer las cosas, a vivir sin anhelar dejar de sentir nuestros miedos y a reconocerlos en su debido tamaño, sentados a nuestro lado todos los días, como seres que también se equivocan sobre la idea que tenemos de nosotros mismos. Después de todo, errar es también lo que nos hace humanos.

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