Escribí sobre un chico que no existe, uno que no se parece al que dice ser él. Tiene los ojos color otoño y no miente, nunca lo ha necesitado. Camina por cualquier habitación como si le perteneciera, como si fuera enorme y necesitara cada centímetro disponible; así anda también por la piel que elige para pasar el rato, besa si quiere y se aleja cuando se aburre, jamás dos veces en la misma semana.
Lo llaman por el nombre que menos le gusta, dice que es más fácil ignorar a la gente si siente que lo insultan. Yo le digo mercurio retrógrado porque cada vez que sucede, mi mundo se vuelve caos; sospecho que tiene un radar para cuando la tierra bajo mis pies tiembla, que reconoce cuando mi cielo se vuelve gris o que puede oler cuantas cervezas he tomado antes de las ocho.
Huyo de él cuando sonríe, porque le tengo miedo a mi nulo autocontrol, también porque pasa lento, dura semanas escondido en las paredes, husmeando en secreto, viendome arrastrarme sin decir palabra. Anota entre sus ganancias un viejo pasatiempo: yo. Las ideas claras se escapan, se alejan sin que pueda espiarlas por mi pequeña ventana, las persigo mientras pienso en si él nació el día diecisiete o en si morira cuando deje de esperarlo.
Nunca dice lo que siente, porque no siente nada, pero sus manos se apresuran a tocar cuando ve algo que quiere, me tocan a mí cuando me cruzo frente a él; tocan la arena antes de saber siquiera que está frente al mar. Pero no hay mar, ni estoy cerca de él; está saliendo el sol, mercurio retrógrado se aleja, vuelvo a ser sólo yo y él no existe.