A mi padre ausente Por: Aidan Cero

Ya hice las paces contigo.

Dejé ir tus ausencias, las promesas jamás cumplidas,
las veces que en tu presencia me sentía la niña más sola del mundo.
Solté los dibujos que no observaste ni se presumieron en la nevera,
me deshice de las lágrimas amargas que todavía sentía a media garganta
y la asfixia en el fondo del pecho, esa que me hacía odiarte.

Porque sí, te odié, odiaba que no me quisieras.

Y es que puedo apostar que entonces, así era.

Hice las paces contigo.

Con el alcohol en tu aliento,
los abrazos que no me diste cuando me aquejaba la vulnerabilidad
de pasar muchos años sin sentirme pertenecida ni a ti, ni a ella. Ni a nadie.
Con las canciones que me llevaban al borde de mi mar.

Lo hice. Ya.

De comprender, ahora que yo misma he crecido,
que llevas a cuestas más demonios de los que me colgaste en la espalda.
Yo aprendí a vivir con ellos, nos hemos ido de fiesta,
les he dado permiso de devorar partes de mí que estaban gangrenadas,
que no servían y olían a muerto.

Te sé y te entiendo: débil, defectuoso, cansado, ansioso, depresivo, gris.
Te sé y te entiendo, porque soy mitad tuya, y soy casi tu espejo.
Casi tu espejo.
Casi.

Sí, ya hice las paces contigo y hasta te quiero.

Ya las cicatrices que tienen tu nombre se cubrieron con tinta,
y los cumpleaños que arruinaste se van llenando de risas, de amigos, de amor y no de ausencia.
Los pasos que me daba miedo seguirte tomaron otro camino. Estoy más contenta.
Que perdonarte fue por mí, aunque también por ti.

Porque ambos, más viejos y un tanto solos,
merecemos la paz que no supiste darme entonces, que no me enseñaste.

Y así, cuando cualquiera de los dos muera, no haya culpas cargando a cuestas…

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