Algunas veces te recuerdo sin querer, sin necesitar. Llegas en oleadas suaves a mitad de semana; brisa salada el miércoles, murmullo seseante los jueves, luces en el cielo la noche del viernes y te vuelves tormenta los sábados. Cada semana lo mismo, la sensación de olvidar algo importante que no dijiste y el falso recuerdo del último beso que jamás tuvo un primero.
Llego al domingo con lodo hasta las rodillas, buscando en mi cartera la mirada que usaste bajo la lluvia para mentirme; los huesos fríos y las piernas adoloridas de bailar a tu alrededor en la absurda confianza que me da el ruido que produces al estrellarte contra el suelo, contra mi cuerpo y contra todo lo que esté a mano en tu forma final del día anterior. Cada movimiento encubre mi necesidad pasiva de tu atención y consuelo, de que lluevas hasta ahogar las raíces que amenazan con volverse flores si la rutina llega hasta abril.
Me produces frío; tiemblo tan fuerte que creo que puedes sentirlo al otro lado de la mesa. Sonríes ante la ropa que has mojado y no piensas secar, la misma que se pega a mi piel para dejarte ver músculos y nervios a la expectativa de lo que viene. Te sueltas y puedo escuchar un trueno a la distancia, tus brazos se balancean al ritmo de una canción pasada de moda que uso como himno ante la tempestad; caes con fuerza e inundas todo. Tus nubes se cierran y bailamos en un charco tan grande que comienzo a naufragar, pero cuando intento nadar en busca de la orilla, la tormenta se detiene y el cielo se aclara, la música para. Te vas; la tormenta termina y yo me quedo de pie, con la ropa empapada, las manos frías y la misma sensación de olvidar algo que no dirás jamás.