Álter ego por Salvador Montediablo

 

– Le hace falta un poco de azúcar a este café-

Dijo Salvador a Nía levantándose del pequeño comedor hacia la cocina, regresó y ella aguardaba ahí, taciturna, inocua ante la luz de los relámpagos que entraban por la ventana iluminando su rostro,  la lluvia arreciaba y las gotas repicaban afuera en las flores de las macetas del jardín,  con la mirada ausente Nía, dio un sorbo a su taza y sus ojos cafés se fijaron en Salvador cuando regresó y tomó asiento en la mesa. Dejaban de lado los sentimientos innecesarios y cursis, preferían lo práctico y el entendimiento mutuo, eran conscientes de que algún día morirían y de muchas cosas más, pero antes de eso,  tratarían de disfrutarse lo más que el tiempo les permitiese,  las pláticas llenas de contenido intelectual y los chistes culturales era el comienzo de un rito nocturno, hermosa y mortífera forma de ahuyentar la soledad.  

La dama tenía una sonrisa ligera y llamativa, su cabello negro y despeinado siempre había sido tan rebelde y obstinado como ella misma, solo eran ella y él, él y ella en su escondite primitivo lejos de los gritos de la vida real, imaginando al mismo tiempo y con el mismo corazón que ése era su verdadero hogar.

 

– Estas creciendo demasiado rápido Salvador, no hablo de edad ni de estatura, si no como una artista que se encarrila hacia un éxito infalible, sé que pronto me olvidarás y no seré más que solo un recuerdo borroso.  

– Ni si quiera te atrevas a decir eso de nuevo,  es ilógico que puedas pensar eso después de todo lo que…

– ¿Después de todo qué? Si nos conocemos desde niños pero hace poco tiempo que nos frecuentamos, tenemos qué ver la realidad que la madurez nos proporciona.- ella dejó salir un suspiro y término su café.

El silencio y la lluvia arrullaban a ambos dentro de una casa a las afueras de la ciudad, se conocían, sus pensamientos se conectaban y sin decir palabra alguna llegaban a entenderse como si llevarán años estudiándose,  Salvador solo era la sombra de su acompañante. El tipo tan sombrío como la noche terminó su café, y después de cruzar miradas, ambos fueron a la cama para desvelarse con tragos de licor amargo y pensamientos libres, era entonces cuando desnudaban sus almas y se unían en un solo cuerpo.

 

Salvador despertó sin levantarse, observó algunos minutos el techo perdido en una espesura de pensamientos difíciles de descifrar acerca de Nía,  se percató de que ya no estaba a su lado, se levantó extrañado de la falta de calor por la ausencia de su Álter Ego, fue a la cocina por un poco de agua, buscándola gritó su nombre, solo el cantar lejano de algunos pájaros le respondieron, empezó a buscarla por la casa sin llegar a dar con su mirada, encontró un papel que ella dejó sobre la mesa escrito con letra cursiva:

“Me voy, porque sé que me olvidaras, sé que cuando triunfes como debe ser, yo no seré nadie, solo alguien que se asemejaba demasiado a ti, fue maravilloso mientras duró, me voy porque los sentimientos empezaban a dominar mi razón, en fin, no nos merecemos…”

 

Salvador al terminar de leer no encontraba el camino para llegar a ella, al parecer nunca había demostrado que ella era la verdadera dueña de su vida e imaginó que nunca más la volvería a ver, durante meses trató de superarla en la resignación de un sentimiento carcomido por el orgullo, pero empezó a divagar entre las sombras perdidas de la noche, de bar en bar iba robando el aroma y los besos de las mujeres que se le acercaban, pero él no sentía más latir su corazón, solo sentía un hueco ahí, donde debería de ir algo llamado amor.

 

Empezó a ir a burdeles, a cantinas, a volver a sonreír pero con un sabor amargo ,  se acercó más a su trabajo, meditabundo pasaba días sin salir de su hogar, con ello a algo llamado éxito, su estilo neo-clasista lo llevó a ser muy selectivo con la gente que lo rodeaba, empezó a escribir nuevamente, publicó su primer libro titulado “Fuego en el cabaret” , la gente se identificó con su temática amorosa y llena de finales que más que sorpresivos, se acercaban a la realidad, tuvo una gran aceptación de la gente y mejor aún de la crítica de la prensa, incluso lo apodaron  “El Nuevo Kerouac” y su talento era algo incomprobable con sus congéneres contemporáneos,  también le llegaron a llamar el Paganini de las letras, las mujeres y el dinero empezaron a cambiar su semblante, pero había algo en su mirada que exigía más que eso. Su fama ascendió rápidamente, para los 45 años ya había publicado 16 obras portentosas y ganado varios premios nacionales e internacionales,  el ritmo de vida que llevaba lo estaba agotando, decidió no dar más conferencias y dejar de escribir:

– No volveré a leer frente a público, no me gusta hacerlo señores, prefiero dejar que ustedes lean mis textos, así, escucharé desde otras voces lo que soy ahora y lo que siempre he sido… la literatura me ha dejado tirado en la calle por no pagar el alquiler, ya no escribiré más.-

 

Se retiró a media entrevista, la gente lo amaba no por lo que era, si no por lo que representaba, una persona libre de lo que lo rodeaba y atrapado en sí mismo, prisionero de un recuerdo que cada noche le recordaba lo infeliz que era.

Salvador alguna vez dijo que la cerveza era el psicólogo de los pobres, tenía cierto porcentaje de razón, también dijo que la literatura es para cualquiera el mejor lugar de refugio intelectual,  aunque parecía que no, empezó a envejecer, a su edad tenía lo que cualquier persona en el ámbito del arte pudiera desear, era reconocido incluso antes de fallecer,  respetado y tenía el cariño simulado de sus iracundas mujeres, pero él nunca supo lo que era en realidad volver a vivir.

En alguna ocasión fue invitado  a una reunión, la aristocracia y la elegancia en su más pura concentración y esencia, sólo la elite del arte pudo asistir, el lugar estaba iluminado por finas arañas de oro, las escaleras forradas por alfombras de terciopelo de un rojo intenso, la gente parecía ser la más rica en mente e interesante del mundo, el buffet te ofrecía los manjares de los dioses, caviar y champagne, pero Salvador permaneció sentado en una mesa en un rincón, evadiendo toda conversación de quien intentara hacerle compañía, aburrido y asqueado por la gente decidió salir. Afuera, la lluvia empezaba arreciar, un relámpago ilumino el cielo, en medio de esa luz vio por un instante al fantasma de Nía, ahí, tan  delgada y esbelta cual gota de agua deslizándose por la superficie de un cristal,  el viento empezó a soplar, los bellos bordes del vestido amarillo de Nía empezaba a ondearse junto con su largo cabello negro, él bajaba escalón por escalón lentamente tratando de comprender la verosimilitud de ese espejismo, respiraba pesadamente, corrió hacia ella con unas zancadas torpes pero llenas de fuerza, la distancia era cada vez menos y cuando llegó a ella, solo pudo abrazar el aire, ella se había convertido ya en una alucinación que se reusaba a desaparecer.

 

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